La responsabilidad afectiva de Martina: Uno se enamora de sí mismo, el colmo del narcisismo. Aceptamos y seguimos.

Tenía las manos y la nariz heladas, pero Martina seguía aporreando el teclado de su ordenador mientras ordeñaba su cerebro. «A ver si se me calientan los dedos»

Fuera, el cielo lloraba, figura literaria recurrente y recurrida en demasía, pero a Martina así se le antojó. A ratos cesaban las lágrimas para seguir diluviando al cabo de poco. «Como mis adentros», pensó.

A pesar de las penas y de los penes, algo le arrancaba una sonrisa. Se sentía dichosa, pues se sabía suficiente. Por fin había vencido el miedo de exponer su fragilidad al mundo, tal era su naturaleza y ahora la abanderaba con dignidad. Vulnerable y pugnaz al unísono, ¿Por qué no? Cáustica, cálida, dulce y amarga, maternal y castigadora, como un bizcocho de manzana con crema recién horneado. El olor a canela la extasiaba, el sabor no. Se abría un abismo entre la imaginación y el hecho real. Como casi con todo, las expectativas dejaban tras de sí una inmensa decepción. ¡Sin perspectivas, he dicho!

Comprometida con la causa a pesar de no saber nunca cuál era. La indeterminación la determinaba, mas estaba en vías de aprender a modular ciertos afectos. Como una sabia persona le dijo no mucho tiempo atrás, «Entre el uno y el tres, está el dos».

Así que el «ni contigo, ni sin ti» se había convertido en el «conmigo» y disfrutaba de ello. En este trayecto martirizante que resultaba del forzarse a aprender a valorarse, había encontrado una joya literaria, un ángel guardián, estertor de la muerte de afilada guadaña. Su muerte la esperaba.


Un nebuloso universo que paría textos como cataratas desenfrenadas haciéndole compañía en las horas de indomable insomnio, se la había tragado. Martina devoraba con frugalidad e impaciencia los cuentos quedando gratamente sorprendida del ingenio literario que aquella red escupía. Conectar era lo que andaba buscando. Conectar con ella misma y, por consiguiente, con el mundo. Entre tanto buscar, encontró una información valiosa, el tesoro mejor guardado en una parcela secreta del conocimiento.

Uno se enamora de sí mismo. «Lo que más me gustó de ti… en realidad fui yo misma. Lo que quise cambiar de ti… también fui yo misma». Ni el conocimiento ni el desconocimiento de las trampas mentales eximía de su cumplimiento y así era, fue y sería. Se cedía primero paso a la admiración. Esta se filtraba fácilmente por las grietas que la falta de amor propio educacional había causado llegando con celeridad al corazón y anegando la visión estomacal. La intoxicación del sistema era inmediata. Todo versaba sobre esa admiración achacada a otro.

En realidad se admira porque uno se proyecta en el otro. Entonces ¿Se puede seguir admirando pese a eso? ¿Nos convertiremos en unos cínicos descreídos por ello? Algo más tenía que haber… Martina se decidió a seguir indagando. ¿Qué es lo que hacía al amor, amor? Para saberlo, tendría que, naturalmente, aprender a amarse y no verter admiración, deshacerse en halagos sin saber que era puro narcisismo reprimido, un acto de irresponsabilidad afectiva que Martina estaba dispuesta a reconocer.
Que todo fuera diferente, empezando por ella misma, era la nueva causa indeterminada que la determinaba.

«Joder lo que da de sí el espejo», espetó Martina.

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