Bernarda la del moño, alias la piojosa, había sido llamada así en honor a Lorca y a ese personaje de ficción tan real, devota y recta como mandaba Dios.
Era la Bernarda severa en sus afectos, leal a su palabra y fiel hasta la médula del perro que llevaba dentro. Impecable en sus andares, siempre puesta y dispuesta a complacer a su prójimo, la Bernarda no había logrado colgar los hábitos del pueblo. Seguía presa de la falsa humildad del que pretende amar sin saber siquiera lo que aquel verbo significaba. Un presupuesto del Estado de un bienestar muy católico, pero poco claro. Todo lo católico resultaba escatológico, sin escatimar en lógica.
La Bernarda y su moño eran también conocidos en los lares pues no había otro como el suyo. Entre bichillos, en el moño de la Bernarda podíase encontrar cualquier tipo de condenado. Forajidos, exiliados, cruzados, hidalgos y bastardos entre muchos otros. Cuentan las gentes del pueblo que aquel moño veía poco el jabón y al peluloquero y es por eso que anidaban en él una extensa colección de especímenes. Decía la Bernarda que así se sentía menos sola, que sí, que a veces le picaba, pero que aquel era el precio de la compañía.
Se iba a quedar para vestir santos pues su presencia resultaba cuanto menos desagradable. Naturalmente, todos percibían los efluvios que emanaban de aquel caudal de pelo dejado de la mano de Dios y en el cual tantos habían metido mano, mas la Bernarda no percibía problema alguno con su moño.
Conoció a muchos y se quedó con pocos; entre ellos un bombero, oriundo de un pueblecito de los Alpes, que no se sabía qué fuegos había venido a pagar ni a apagar en el pueblo de la Bernarda. El caso es que el moño de la susodicha le causó tal impresión que se deshizo en halagos. Ella, tan poco versada a la zalamería, quedó rápidamente prendada de su hombre. No era perfecto, parecía encantador, pero algo indefinido intuía la Bernarda y por ello encerró a todas las moscas del pueblo en su casa.
Como mujer fuerte que era, más burr(d)a que un arao y de aquellas que la tecnología había condenado a la extinción, no se fiaba ni de su sombra. Pronto tampoco se fiaría de la del bombero pues sus destellos afeminados atestiguaban de una deliciosa sensibilidad quizás exquisita en demasía, rozándose así la hipersensibilidad y la catástrofe asegurada entre la acritud de la Bernarda y la esponjosidad del bombero. La Bernarda comprendió aquello que se solía decir de los bomberos y sus ideas.
Ella había soñado con un hombre como los de antes, pero en el ahora. Sin embargo, la suavidad de su bombero la tenía embelesada sin por ello dar tregua a las moscas que en su casa tenía cautivas. La conjugación del verbo querer era irregular en presente, pasado y futuro y la Bernarda llegó a no comprender ninguna regla del fuego.
Por alguna extraña razón, pensó el bombero que a la Bernarda le gustaban los dentistas. Siempre que se discutían el bombero sentaba cátedra sin posibilidad de rebatir aquel determinante tan definido: «Prefieres un dentista que no te dé problemas y que tenga la cartera llena».
El bombero guardaba claramente algún secreto de alcoba en referencia a los dentistas y a la Bernarda los dentistas no le atraían en demasía puesto que, habiendo conocido a todos aquellos que habían explorado sus fauces y que, dicho sea de paso, no habían sido pocos, ninguno logró soliviantarle un ápice el alma. De tantos dentistas que la habían visitado acabó haciéndose famosa la expresión «La boca de la Bernarda» al hacer referencia a todo el ajetreo en un determinado lugar en el que cada uno tiene un culo y, como tal, una opinión diferente.
«¡Coño! Esto parece la boca de la Bernarda «
Por esa razón sabía la Bernarda que los dentistas no eran santo de su devoción. Pero el bombero insistía mutilándose el amor propio por comparación. Él se sentía menos, ¿Menos que quién? Que los dentistas, que la Bernarda, que cualquiera. Helo ahí el problema del bombero que iba apagando fuegos a medida que lo llamaban a filas, pero nunca tuvo la previsión de apagar las llamas del infierno que danzaban dentro de él. Lloraba mucho hacia fuera cuando todo aquel caudal podría haberse invertido hacia dentro.
Si la Bernarda cogió su moño y se fue con la cabeza bien alta, nada tuvo que ver dentista alguno en su decisión. La Bernarda rezaba cada día con la rigidez y la crudeza que la caracterizaban:
«Padre, lo quiero, lo quiero, lo quiero tanto, ¿por qué no me quiere él?»
Y un día el santo padre le contestó:
«Bernarda la del moño, eres fiel a tu palabra, aparentas seguridad, tus fauces son temibles hasta para mí. El bombero te quiere y tal es vuestro drama. Os quereis en vez de amaros. Deja de quererlo y sencillamente ámalo. Ama como una dama y ensancha el alma.»
Y así fue como la Bernarda, su moño y su boca, el bombero y la sombra del dentista que era alargada, pasaron a formar parte del refugio del asceta. La Bernarda se impuso un año de duelo, penitencia anacoreta que la obligaría a permanecer sin nada más que su compañía en todo lo que le quedaba de año.