La puerta del final del pasillo (2): Cada uno tiene en su vida un portal de no retorno.

Previously en «La puerta del final del pasillo»

Volviendo al horror que se gestaba en mis entrañas, se trataba de una indescriptible sensación de vértigo y ahogo con la que había aprendido a convivir y, acostumbrada al canguelo, no podía reconocerlo porque el miedo era parte de mi realidad y nada en él como pez en el agua. A mi alrededor, el redil del ego protegía a la desvalida niña estremecida por la oscuridad. Alrededor del redil, una fortaleza de rabia y acritud advertía del peligro: «Cuidado, cuando muerdo se me va la olla y no sé parar».

Muchos años después, reconocí en mi cuerpo la diferencia entre la tensión hacia dentro que provoca el temor y la postura expansiva de la furia. A veces, la combinación de ambas causa confusión y por eso es tan importante estar en contacto con el propio cuerpo y conocerse desde una vertiente física y no meramente mental. Obviamente, estos trucos esenciales son secretos fundamentales para una vida digna. Sin este conocimiento, no tenemos brújula interna y sin timón el naufragio está asegurado. Desde el poder, no interesa que los borregos se escuchen, no fuera caso que dejaran de estar frustrados y no necesitaran consumir compulsivamente.

En mi caso, la rabia me protegía de contactar con la tristeza. La rabia estaba tan anclada en mi vientre que se había transformado en ira porque el resentimiento de la frustración se había calcificado en mi útero. Una costra en la periferia de la vulnerabilidad la mantenía alejada de mi consciencia. Lo peor que me podía pasar jamás según Mengana era caer en la trampa de las emociones hipotónicas que tan solo te dejan tirado en la cama como un trapo. ¿Y si no podía salir de aquel agujero negro? ¿Y si nadie me ayudaba? Prefería no adentrarme en terrenos pantanosos en los que no sabía si lograría sobrevivir por mí misma. No confiar en nadie, tiene sus ventajas y es que no te puedes decepcionar. No confiar ni en las propias capacidades tiene solamente desventajas puesto que estás a solas con el mundo y este es inabarcable para tan solo dos brazos.

Aquella puerta me estaba haciendo recordar mucho más de lo esperado y, de lo que fuera que hubiese al otro, se desprendía un hedor mohoso y putrefacto. Pensé en Barba azul y en los cuerpos desmembrados de las mujeres que yacerían descomponiéndose en la mazmorra de la muerte. ¿Quién de todos mis familiares sería el bárbaro depredador de féminas?

¿Mi padre? Uf… No. Imposible. Vivía bajo el yugo del sargento matriarcal. Impensable aunque, quizás por ello, lógico. Para dar salida al exceso de control, disciplina y presión, mataría impunemente. Mi madre lo habría sorprendido seguro, nadie escapa al ojo que todo lo ve, el suyo. Nadie nunca mencionó «la puerta del final del pasillo» y aquello no dejaba de ser extraño por el tamaño y apariencia nada desdeñables.

Se escurrieron los años como los paños que absorbieron indecentes mares de lágrimas de oro y cocodrilo. Nunca supe diferenciar la realidad de la falacia. Ninguna mente tiene tal capacidad, el pensamiento y la realidad son lo mismo. Gracias a la ciencia, ahora ya podemos certificar que los pensamientos crean emociones y que estas, a su vez, son sustancias producidas por el cuerpo. No importa que provengan de una experiencia real o ficticia, el torrente hormonal nos hace vivir emociones reales aunque los hechos no se hayan materializado. Es una locura, pero uno puede estar viviendo una vida que no tiene base tridimensional, basta con sentir la emoción para creer que aquello es una realidad.

Por aquellos entonces acudí a terapia porque me di cuenta de que sentía porque pensaba, todavía no sabía que aquello era normal y que la ciencia lo había descubierto. Para mí estaba pensando y no sintiendo así que era erróneo, todo mi sistema estaba equivocado. En realidad, estaba inerte, muerta, tuerta como aquella puerta sin abrir. Pensé que había algo muy descolocado en mí y que no sabía sentir, solo pensar. Recordé que había erigido unos muros infranqueables y el grosor de aquellos muros impedían tanto la entrada como la salida. Vaya paja mental me monté, ahora, mientras escribo estas líneas, no puedo evitar descojonarme. Estaba etiquetándolo todo fruto del bombardeo de (des)información.

Noté que ya no me alegraba por nada cuando antes solía regocijarme con nimiedades. Tampoco era capaz de entristecerme, la pena apenas me acariciaba y cuando trataba de asirme, con esquiva facilidad, me deshacía mañosamente de sus lazos. Me pensaba falaz y manipuladora si me daba por verter algunas perlas de aflicción. Recordaba con nostalgia que el desamparo me había acompañado por más de la mitad del trayecto vital hasta que, milagrosamente, desapareció. Engordé diez kilos en menos de un año, nada se extingue prodigiosamente, me lo comí todo y no reventé, aquello sí fue portentoso, toda una muestra de resiliencia corporal.

Pero volviendo a la puerta de los cojones, el otro lado hedía a cerrazón y herrumbre. No me atreví a abrirla del todo hasta que ante ella vi a un grupo de niños jugando sin inmutarse de la presencia de aquel mamotreto de madera.

Continuará porque me voy por con cerr(d)os de Úbeda. Tengo una arborescencia mental tremenda y llevo mucho sin plasmar historia alguna. ¿Consecuencia de la sequía? Lluvias torrenciales sin ton ni son.

8 comentarios en “La puerta del final del pasillo (2): Cada uno tiene en su vida un portal de no retorno.

  1. Avatar de beauseant
    beauseant dice:

    A mi también me ha encantado lo de la  «arborescencia mental», he visualizado un montón de ramas brotando de tu cabeza.

    El temor nos encoge y la furia nos expande. Es cierto, por eso conviene organizar la rabia, saber contra qué y contra quién tenemos que dirigirla… no sé si ahí la terapia puede ayudar 😉

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  2. Avatar de JascNet
    JascNet dice:

    Hola, Montse.

    Esa puerta tuya se parece mucho a la mía. Te empuja a cruzarla y crear (escribir) nuevas historias, pero te da un terror (pereza) tremendo. Por un lado, quieres dejar salir todo ese furor (miedo) y que arrase con lo que tenga que arrasar; por otro, quieres (crees) seguir controlándolo todo y de esa forma mantenerte oculto entre la arborescencia de emociones que te exudan desde que te levantas.

    ¿Nos atrevemos a cruzar la puerta? ¡Enga, dale!, tú delante. 😉
    Cuéntanos lo que ves.

    Abrazo grande y cómplice.

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