Llegó a mí con un hábito semejante al de un Dios y por ello lo llamé Adonis. Era realmente hermoso, quizás uno de los seres más bellos que tuve la suerte de poder contemplar desde lo lejos. Lozano, exuberante, vigoroso y espléndido todo ello convergente en un mismo avatar. «¡Wow! ¡Qué beldad y cuanta belleza!» pensé.
He aquí el origen de todos los males que siguieron. El pensar debe acabar pues la idea que se tiene dista mucho de la realidad. Ya podía olerme a mí misma, ese tufillo conocido a cocido de arroz pasado, esa espera desesperada de atención, ese hambre voraz de ternura, de caricias, ese agujero negro insaciable que siempre pide más y se autofagocita a sí mismo. No obstante, hacía eones que mi atención no era llamada de esta forma tan mundana y a la vez tan insistente.
Llevaba coincidiendo con Adonis más de muchos meses y conocía su existencia desde hacía al menos un lustro. A pesar de saber de su hermosura, jamás me sentí atraída lo más mínimo por él hasta que ocurrió. Confirmo la frase «cuando el estudiante está listo, aparece el maestro». Ahí estaba el mío, era el momento de destapar lo que quedaba por ver, poner en práctica tres años de excavaciones interiores a pico y pala.
Hice lo de siempre. Me achiqué por comparación pues tanta exuberancia respirando de mi mismo aire era impracticable. Para lograr mantenerlo cerca, le cedí mi parte de oxígeno. Pensé que si yo respiraba menos, él tendría más y no se esfumaría. Seguí contemplando su apariencia pletórica y hercúlea sin hacer demasiados aspavientos, tan solo un suspiro de vez en cuando cuya exhalación apenas lo rozara. Un tímido «hola» se me escapaba, algún «te veo» de mi mirada se clavaba en él pero huía en cuanto sus ópalos me enfocaban.
Mientras escribo me desternillo. Algunos dirían que se destornillan pero ninguna pieza me sobra así que mantengo las ternillas en su sitio. ¡Ay que joderse con la contumacia del ego! Es más cómico de lo que pensaba. Relatando la historia desde el ahora y quitándole hierro al asunto, me parece de lo más divertido. La tragedia de mi vida es una irónica sátira que con jocosidad puedo narrar desde el desapego de mí misma. Gracias terapia, gracias Adonis, gracias a mí misma también, ¡Qué cojones!
Por lo que fuera, Adonis me despertaba un rubor añejo y conocido aunque olvidado y emergía mi parte enana de sus catacumbas con toda la turbación que nadie era ya capaz de causarle. Adonis, sin mediar palabra y solo con su mirada, rescataba a mi pequeña relegada al subterráneo de mi sombra más tenebrosa. Cayó el descaro con el que la protegía de los cavernícolas, la agresividad se puso en marcha atrás y colmillos y zarpas se tornaron humanos. Me cambió la expresión y casi casi me solapé con la versión de lo que fui de niña. Mis ojos se agrandaron, el arco de las cejas se desfrunció respirando en toda su amplitud y la sonrisa, ya de por sí pantagruélica, terminó de extravasarse ocupando el espacio de un lugar que no existía.
Adonis se acercó a mí un día cualquiera y desde su magnitud me pidió estar en contacto. Aquel día no cupe en mí de gozo. ¿Por qué? Porque sigo sin tener medida. Lo bueno es inténsamente bueno y lo saboreo repasando punto por punto la coma.
Algo extraño y familiar latía de fondo, elegí no obviarlo pero tampoco darle protagonismo. Yo ya sabía que estaba allí esa información. Una chincheta se me clavó detrás de la nuca y empezaron los nervios a crisparse. Como de costumbre, sentí que era yo haciendo de mí la que provocaba la ansiedad.
Pronto me di cuenta de la inconsistencia de mi interlocutor, de la generación de expectativas casi siempre frustradas que me recordaban a las promesas rotas de mi padre, era familiar. Era yo buscando validación externa. Era yo dependiendo de nuevo de fuera.
Mensajes contradictorios, muchas ganas de verme pero no llegaba nunca la hora. No me elegían, una vez más se descarnaba la herida. No era suficiente, válida, merecedora.
El desgarre que aquello provocaba me abría de nuevo de par en par. Una intermitencia que me preparaba para no saber cuándo ni cómo se pondría en contacto conmigo echaba gasolina al fuego y golosina al ego.
La comparativa con cosas desprovistas de emoción preludiaba la incapacidad de elogiarme, por lo que fuera. Unas citas anuladas después de la hora de vernos terminaron por mostrarme que un corcho flotando en el mar tenía más enjundia que aquella historia henchida de buenos deseos y predisposición a soñar, la mía sin duda. Lilith en piscis se me estaba mostrando. Lo que negaba de mí estaba servido en bandeja de plata. Una ensoñación, tengo la cabeza llena de pájaros y a una parte de mí le encanta vivir en una nube vaporosa. Mis agujetas son de color rosa y me hacen cosquillitas.
Volví al punto cero, a mí. «¿Qué coño te está pasando, tía chunga?» Había entregado mi poder ante la perspectiva de haber escrito una carta a los Reyes Magos y que se me hubiera concedido.
Pronto el disfraz de Adonis se desprendió del hombre dejando al descubierto un ser diminuto que me dio mucha lástima. Lloré por él y por mí. Lejos del enfado, presa de la compasión y un profundo amor propio y ajeno vi a ese niño y a esa niña compitiendo para ser vistos. Todo tenía que ser una lucha para sentir que las cosas merecían la pena. Lo vi y me vi quizás porque ya me había visto, pude verlo a él. Observé la vulnerabilidad engrosada de logros. Quería abrazarlo, cuidarlo, ampararlo y algo dentro de mí tiró de los hilos. Era mi pequeña, mi propia nena llamándome la atención. «Si lo cuidas a él, te olvidas de mí. Esta vez no lo hagas por favor, mírame a mí, protégeme y dame la mano, si ese niño quiere ya tiene a su adulto, yo solo te tengo a ti.»
Así fue como con todo el dolor del mundo escribí un mensaje de despedida. No solo dije adiós a Apolo sino que me despedí de toda mitología presente en mi vida. Acababa de volver a aterrizar en mi país y todo quedó en anécdota triste, divertida y profundamente humana.
Gracias infinitas, ojalá cada uno se haga cargo de sí mismo y en algún momento se pueda interactuar de igual a igual. Entonces, la tierra será un lugar más habitable y próspero.