En casa la temperatura me hacía brillar como la arcilla pegajosa y el calor que emanaba del ordenador sobre mi regazo provocaba chorretones de sudor que empapaban las fundas recién lavadas del sofá.
Tomé la determinación de ir a la playa para inspirarme. Ya podía sentir cómo la brisa marina me aireaba las ideas y se lo llevaba, por fin, de mi pensamiento. Mi refugio, la escritura, acapararía mis capacidades sensoriales y dejaría, por un momento, de pensar en mi bochornosa actuación de los días pasados.
Todavía me sentía dolida, arrepentida e infinitamente culpable por ser nitroglicerina. Siempre me había definido como alguien de mecha corta, pero los años de soledad habían hecho involucionar la estabilidad de la pólvora y ahora ya era hiperractiva en aquellos terrenos todavía aparcados por miedo, pereza o desidia. Me había estado replegando y protegiendo del exterior durante los últimos tres años. Hizo falta que un milagro llamara a la llamarada para que apareciera lo invisible del proceso.
Sea como fuere, planté el pandero entre algunos grupos de humanos, en el lugar más despejado que hallé. Pasaba casi media hora de las seis lo cual significaba que era suficientemente prudente para allegarse a tan codiciado paraje natural. Incauta de mí o, mejor aún, pobre ilusa. Lejos de mis cálculos y especulaciones varias, la playa rebosaba de todo tipo de hermosos especímenes rebozados en arena.
«¡Joder con los guiris!»
Al desembalar mis pocas pertenencias, toalla y libreta, me lancé al agua esperando refrescarme y, en vez de lo supuesto, encontré un caldo de cultivo marino.¡Mmmm, divino!
Gané de nuevo mi sitio y, a los pocos minutos, pude comprobar que estaba rodeada de eslavos.
A mis pies tres rusas se estaban pimplando unas cervezas a la par que desempaquetaban unos pescados más tiesos que la pata perico. Me entraron náuseas mientras a ellas se les hacía la boca agua al destripar aquellos pobres bichos entre arena y sal. Se lo debieron de traer en la maleta porque semejante manjar no se vende por estos lares. Me imaginé a las matrioskas embobinando con film sus respectivos pescados secos, temiendo pasar hambre.
El territorio que lindaba con el mío se vio pronto invadido por una familia de recién llegados que también articulaba algo parecido al idioma de las pescadofágicas. A punto estuvieron de subirse en mi toalla, como si a la playa le faltaran metros que solo AQUEL hueco les servía. Desde luego que la abundancia llama a la abundancia y por eso no se puede manifestar desde la carencia. Sencillamente no funciona.
Un par de metros más allá, un grupo de cinco cachalotes de un blanco radioactivo, agrupados en corro, hablaban de «rabotar» y vuelta al «rabote». La voz cantante de una estridente e irritante tonalidad, era la de una mujer mesa-camilla, más fácil saltarla que bordearla. No comían pescado seco, creo que se lo llevaron puesto. ¡Dios mío qué panzas! Era la panzer division acorazada. No es que tenga nada en contra del sobrepeso, que cada cual viva su físico como le plazca, pero es que mi limitada psique no concibe el no poder verse el pito o atarse los cordones como una posibilidad sana de vivir. Yo, ser corta de entendimiento.
Empuñé el arma que le daría vida a mi nueva historia, ese bolígrafo que siempre se esconde y no quiere salir cuando más lo necesitas. Me dispuse a perfilar el grueso de la aún inexistente narración que así empezaba:
«Nació en una familia adinerada, no tuvo que ganarse el pan ni el respeto. Por eso mismo nadie la respetaba, ni siquiera ella misma..»
No tenía alma. No puedo escribir nada que no salga de las entrañas. Me siento como una hipócrita tratando de relatar mierda mental, invención, ficción, entretenimiento. No había sangre, no había vida. De repente, la mesa camilla redobló sus esfuerzos para ser vista y oída por los allí presentes, yo incluída:
«Rabota», «da,da», «jrasho», «jrlllll chuntre jfoeiur auidygy»
Ante la perspectiva nada halagüeña escribí una verdad que salía directamente del templo interno:
«Vine a la playa a escribir olvidando que es festivo, verano y que esta sigue siendo una actividad gratis y accesible para cualquiera.»
Cogí mis cosas y me desplacé tanto como pude. Se terminó mi labor de escritora, pero hice una hermosa foto de un primer plano de la arena.