La preñez de la mística: ¿Quién embarazó a la bruja?

Lo gestó un vientre seco. Parecía imposible que aquella criatura enjuta, parca y demacrada pudiera albergar vida. Nunca se supo la identidad del Don Juan hambriento de hembra. En el pueblo corrían rumores de que la había embarazado el mismísimo diablo al cual entregó parte de su alma con tal de obtener compañía. Siempre anduvo sola. De las brujas se decía que no sabían amar y que su odio era tan corrosivo que apenas podían estar con ellas mismas.

No se le conocía edad precisa aunque su pelo largo, lacio y blanco contrastaba con el arco que dibujaban unas cejas azabache perfectamente perfiladas. Su rostro no presentaba los típicos surcos de la madurez a pesar de que su presencia emanase la quietud y sabiduría que otorga la vejez. En la mueca que pretendía ser sonrisa algunos leían el rictus inequívoco del demonio aunque personalmente, siempre me pareció que destilaba una luz de una pureza a la cual no estábamos acostumbrados.

Vestía ropas normales ensambladas con extravagancia lo cual le confería un aire todavía más enigmático y bizarro. La tiesura de sus carnes que recordaba a la cecina y la rigidez inalterable de su semblante le hacían a uno reflexionar sobre el gusto y deseo del individuo que hubo a bien de poner simiente en tierras aparentemente yermas. Confieso que tras un encuentro fugaz con ella, yo hubiera perfectamente podido ser ese hombre. Sentía un interés particular por las mujeres de talante firme.

No era objetivamente hermosa y, sin embargo, me atrajo con un magnetismo animal que apenas puedo explicar. La primera vez que su mirada se cruzó con la mía, quedé hipnotizado tratando de elucidar lo que estaba acaeciendo dentro de mí. No recuerdo más que una profundidad insondable, una caída vertiginosa, una sensación de desdoblamiento como si me hubieran arrancado el alma. Perdí la noción de mí y un fundido a negro tomó el control de mi consciencia. Amanecí en el hospital desorientado con un punzante dolor en la pared abdominal como si me hubieran eviscerado. En la memoria permanecían aquellos ojos que se desgañitaban en silencio invitándome a pecar. Un remolino de fuego y ascuas me prendía el bajo vientre y todo en ella se había tornado tentación, ofrecimiento, agasajo celestial, una entrada lúbrica hacia el templo sagrado. El dolor me devolvió a la realidad.

Traté de recomponer lo sucedido aunque los médicos me dijeron que había ingresado por mi propio pie aquejado de un dolor en el pecho. Pensaron que me moría pues mi corazón arrítmico latía con epilepsia desorganizada. Nada ocurrió, el órgano se reorgarnizó y fue recobrando un ritmo normal. Quedé preso de cuidados inofensivos. Nadie reportó mi ausencia. Yo también, como ella, era como un espectro inexistente que de vez en cuando abandonaba su guarida.

La mujer extraña evitaba mostrarse a la luz del día como si su translúcida piel fuera demasiado delicada para ser expuesta a la mordida de los rayos solares. Alguna tarde de invierno prestaba su figura para la comidilla de aquellos que poco tenían que hacer y, cansados de matar moscas con el rabo, se dedicaban a carcomer el ya de por sí esmirriado perfil social de la mujer enigmática. Así supimos de su preñez, más bien estado de gravedad grávida.

La noticia del embarazo de la mística nos dejó a todos perplejos elucubrando sobre los pormayores de tan perverso suceso. ¿Quién habría tenido el estómago de yacer con semejante bicho?, decían las malas lenguas. A toro pasado, creo que lo que despertaba era cierta envidia entre nuestras pobres gentes. Rezumaba autenticidad y ni un ápice de complacencia asomaba por su figura. En el reino de la condescendencia aquella ingrata merecía ser aniquilada porque nos recordaba a todos cuánto de nuestro poder cedíamos al exterior. La vi en sueños muchas veces después de aquel cruce de miradas que casi me cuesta la vida. La sentí en mí como si yo fuera ella, como si ella fuera yo.

Un año después del incidente, la encontré paseando por la orilla del mar con un precioso niño embutido en un cochecito. La bruja me miró, me sonrió con ligereza rompiendo con la mueca de severidad y acercó su criatura a mí. «Gracias» fue todo cuanto me susurró. Se alejó con un grácil balanceo de caderas que me devolvió la ferocidad del fuego. Nunca más la vimos.