El pirata malo sin pata de palo que lamía los platos para no tener que fregarlos. Procrastinador a tiempo completo, samurai podal a tiempo parcial.

Me alcanzó por sorpresa, sin saber que llegaba. Así lo vi arribar. Recaló parsimoniosamente con bandera negra y calavera en blanco ondeando en lo alto del mástil. En cubierta, descubiertas y boca arriba, se exponían las cartas sobre la mesa mostrando la mano de la que el azar se hubo encaprichado de repartirle y, sin trampa ni cartón, cuatro palabras fueron suficientes para enmudecerme. Me las susurró sin titubeo alguno, con su mirada sosteniendo la mía, a escasos centímetros de mi rostro y con una confianza emanando de la serenidad. La estupefacción de la que fui presa no atizó la vacilación, sino una irrevocable admiración por su persona.

Con un inefable estremecimiento a flor de piel siempre dispuesto a ser acariciado, el pirata sin pata de palo navegaba otra dimensión, una bien profunda y, paradójicamente, había emergido de los abisales oceánicos empuñando una espada con los pies y realizando toda una suerte de baldías filigranas que de poco o nada servían en este lugar del mundo. Una simiesca muestra de pericia podal que desconcertaba al enemigo más acérrimo dejándolo confundido, desubicado y desarmado. Todo ello era indicio de una más que probable sabiduría ancestral adquirida a través de infinitas reencarnaciones. Su cuerpo expresaba lo que su alma recordaba y ninguna falta le hacía exponer la hondura de su sapiencia humana. Se permitía las monerías pues en el fondo se hallaba el verdadero tesoro: su tesón capaz de sacrificios inhumanos.

Con una maraña de lianas en lugar de cabellera, uno pudiera haber imaginado que se trataba de un nativo amazónico, mas un refinado y exquisito paladar contrastaba con tan selvática imagen. Andaba prácticamente descalzo y en taparrabos, siempre con los pezones al descubierto haciendo gala de un pectoral más que generoso a juego con el tamaño de su corazón y también de su coraza.

Como Cristo, me recibía siempre con los brazos abiertos como se acoge al pecador, abrazando cualquier resquicio de oscuridad y conmigo era suave, dulce e inocente como todavía lo son los niños. Su ferocidad se quería felina como la del león, aunque tan solo llegara a la de minino ávido de cariño. Tal imagen engrosada de sí mismo conformaba una de las partes más tiernas de este corsario saqueador de sonrisas y ladrón de corazones.

Su antebrazo izquierdo lucía una pluma que, con aplomo y no falto de destreza, esgrimía para versar sobre la vida, el amor y la libertad. Mayúsculas palabras dictaban el discurso de este soñador para un pueblo demasiado minúsculo de mente. Visionario, sin duda, surcador de aguas bravas, mares en calma y océanos pacíficos.

A menudo raudo, diligente y determinado se ahogaba el corsario en su bañera y, en ocasiones poco honrosas, quedábase traspuesto en la tina. ¡Tal cual lo leen! Un despropósito sirviendo a un propósito mayor. Un sigiloso y preciso movimiento que bien podía terminar en aspaviento y del silencio al estruendo con un simple pestañeo a destiempo.

Acercóse a mí y cuatro palabras fueron suficientes para enmudecerme. Me las susurró sin titubeo alguno, con su mirada sosteniendo la mía, a escasos centímetros de mi rostro y con una confianza emanando de la serenidad: «Estoy enamorado de ti».

Y después de la catarsis…