El hombre convertido en niño abrió la ventana para lanzarle una pregunta al cielo.

-«¿Por qué lloras, cielo?» inquirió la nefelibata criatura.

El cielo no supo qué contestar porque nadie se lo había preguntado antes, quizás se sintiera solo entre la tierra y las estrellas. Algunas preguntas no tenían respuesta y hubiese habido que empezar despacio a deshacer el mundo para hallar la génesis del mismo, razón por la cual algunos interrogantes seguirían siendo inmarcesibles enigmas. El presente ya no tenía vuelta de hoja.

Lo sacó de su ensoñación una gota que lo obligó a bizquear. Sus dos grandes ojos marrones se posaron sobre la chispa de agua que resbalaba por su hermosa nariz. Iba dejándose la piel en una estela húmeda que trazaba recorrido hacia abajo.

La gota logró deslizarse hasta su cicatriz y, con escafandra y batiscafo, se abrió paso hasta su corazón troceado en dos mitades no del todo iguales pues solo el ventrículo izquierdo ganaba en tamaño y fuerza a las otras tres partes que conformaban una. En la piel de la gota estaba el sortilegio encantador que arregló esa quebradura con la hebra de unos hilos de luz metiéndola en un puño. Sus alas no se volvieron derrotas, sino que echó a volar dejando atrás el pastoso paladar, sus propios escombros y el disparate del caos.

Fue la gota que lo colmó de felicidad durante una medianoche de finales de mes, reparando sus dos mitades. Empezó a sentir bienestar y paz. Surgió un atisbo de alegría que intentó disimular con una frialdad aprendida. Asomaron algunas emociones agradables que trató de eludir agarrándose a sus circunloquios que terminaban en imperativo.

El efecto de aquella gota sería sempiterno aunque ella ya no estuviera pues habría servido para darle de beber y ya formaba parte de él.

Le gustaba saberlo y sorberlo bien. Ella se absorbía, crecía y creaba dentro suyo.