Valentina la valiente en su onomástica: El istmo de las fauces o garganta profunda, como se prefiera.

-Venga, ¡Túmbate!

Valentina acató sin rechistar.

-¡Abre!

De esos deseos de imperativo se izaban gloriosos amaneceres.

-La boca, Valentina, la boca.

El médico la reprendió porque siempre se quedaba petrificada ante las órdenes. Le enfocó el haz de luz hacia la cavidad bucal que finalmente abrió y, con la ayuda de un palo, separó la lengua del paladar introduciéndolo despacio hasta que llegó al fondo. A Valentina le entró una arcada. El doctor sintió el espasmo, pero hizo caso omiso del mismo. ¡Qué poco tacto!

-Será un momento, déjame que te explore el istmo de las fauces.

Una característica común a todos los médicos avezados, era esta marcada insensibilidad hacia las incomodidades que podían sufrir los pacientes a la hora del reconocimiento. Debía de ser parte de la callosidad que con el tiempo los envolvía apresando en un quiste purulento toda la miseria del alma.

El paciente bien entrenado y entregado a complacer a su doctor obedecía con ferviente admiración. Valentina parecía ahogarse en sus convulsiones. No obstante, la obviedad no aceleró el proceso y el médico estaba tardando demasiado.

-Sufres de enanismo de las fauces, Valentina.

Retiró el palo. La niña lo miró arqueando las cejas tanto como le fue humanamente posible y repitió el diagnóstico.

-¿Onanismo de las fauces?

-Más o menos. No más correos de medianoche, una ducha fría y tres «padre nuestro» antes de ir a la cama.

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