Bacanal en un pueblo de la Mancha: Azrael, haz real la irrealidad.

Azrael penetró en lo más recóndito de mi alma, en aquellas profundidades insondables incluso para mí. Fue la primera noche en que me vino a visitar, nuestra primera y última noche.

Aparecí en una habitación de hotel que se asemejaba a una clínica de fertilidad. Aséptica, limpia y donde los menesteres más animales se vestían de remilgo. No sabía lo que hacía allí. Comprendí que estaba en casa de Clara y ahora ella me ofrecía un whisky con hielo. Se lo pedí sin, pues aguado no era santo de mi devoción.

Hizo caso omiso a mi petición y me lo sirvió con. Sobre la encimera de aquella cocina de blancura inmaculada se habían dispuesto en una bandeja de plata una docena de vasos todos ellos con un hielo que no parecía querer fundirse. «Qué raro» pensé. Me senté en el sofá de piel marrón oscura y me acercó la bebida. La sorbí, preparada para la quemazón esofágica, pero ni estaba fría ni sabía a whisky. Me metí el hielo en la boca y lo mordí como siempre solía hacer. Se partió secamente y Clara me informó de que era hielo seco de Bélgica.

Clara me miraba con sus dos grandes ventanales azules, como solía hacer a la espera de que le contara mis últimas aventuras y desventuras. Yo era un personaje quijotesco que gustaba de magnificar lo insignificante, así la vida sabía mejor. A Clara le divertían mis viajes sin moverme del sitio y siempre esperaba el siguiente capítulo. Me cosía a preguntas con esos faroles expectantes de naranjas recién cortadas y gorjeantes de zumo. Me exprimía el alma.

Empecé a relatar mis caídas a los infiernos después de haber rozado el séptimo cielo. Fue entonces cuando lo vi por primera vez en vida. Azrael en rojo y negro. El corte de respiración me calló de golpe. Clara seguía asintiendo como si yo no hubiese dejado de hablar. Perdí la consciencia y la conciencia.

Abrí los ojos en un pueblo de la Mancha, manchado de cadáveres vacíos. Todo estaba en blanco y negro salvo la sangre. Las salpicaduras teñían el cuadro entero. Me incorporé y deambulé por las calles en busca de sentido. Ni la voz sonaba en aquellas avenidas adoquinadas de emplastes corporales. Miré mi reflejo y me vi como un cordero de peluche en brazos de otro cordero. Supe que aquel sería el postrero atardecer que vería. La pureza quedaría mancillada y todo se sumiría en las tinieblas. La ira de Azrael se atenuaría con mi cuerpo, yo sería la próxima en caer. No había escapatoria posible y el marido de la peluquera no estaba para hacerme pensar en su último baile.

El día llegaba a su fin, se alumbró públicamente en la calle vacía el grupo de exterminio liderado por él. Azrael me miró directamente a los ojos. Se le dibujó una sonrisa que me relató lo que iba a seguir. Me desentrañarían viva. Mientras uno me acechaba, los demás se regocijarían con mi desesperación, mis gritos alimentarían sus cuerpos inertes. Me convertiría en el tentempié, pasaría demente de mente en ente. Cada uno me extirparía una parte: un ojo, la lengua, la piel. Otro me abriría la caja torácica mientras el siguiente me arrancaría la faringe. El esófago se deslizaría fácilmente por la cavidad bucal. Se me haría vomitar el estómago. El hígado se extraería en penúltima instancia reservando lo mejor para el final: el cerebro donde reposaban los veintiún gramos de alma.
Cuando ya no quedase más que una carcasa vacía, se me dejaría yacer eviscerada y desollada hasta que pasara algún cocodrilo hambriento aprovechando las sobras.

Azrael vino a mí, me asió por las muñecas clavándome a tierra. Me sedujo la determinación y quedé petrificada por la incomprensión de sensaciones encontradas. Acercó sus labios a mi cuello y profanó el yermo de mi piel. Mi cuerpo en barbecho se estremeció mezclando la lujuria a la náusea del final. Su cuerpo contra mi humanidad apocada, el roce, el goce de su presencia. Sabía que iba a morir en su boca y él me tenía reservada para algo mejor.

Después, no sentí nada, me vació antes de empezar la bacanal.

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