Se despertó en la habitación de aquel hotel céntrico de Madrid. Era la primera vez que pisaba la capital y todo le resultaba extraño. Las sábanas, de una blancura radioactiva, lograron que remoloneara mucho menos de lo habitual que ya de por sí era nada. No se sentía en casa y cual marinera de secano, todo le era ajeno.
Decidió pasar el día vagabundeando de aquí para allá. Se levantó y echó a andar en dirección a la plaza Real. Los rayos de sol de finales de septiembre y el cielo despejado la invitaron a café en una terraza. Pagaría ella, por supuesto.
Tomó asiento en la que se le antojó ser la más apartada del paso de los transeúntes, pero también la que ofrecía una mayor visión de los mismos. De naturaleza tímida, solía gustar de observar la vida de los otros, «Das Leben der Anderen» o «The perks of being a wallflower», sin participar en ella. El mundo se asemejaba a un inmenso laboratorio donde los sujetos de estudio estaban sujetos a sus desquiciadas disquisiciones, regresiones variopintas e infinitas proyecciones. Un futuro de pasado nunca presente. Esbozó una sonrisa al ver a las ratitas enjauladas y se sintió como una más.
El camarero, soñoliento y desganado, se le acercó para tomar nota.
-Un capuccino con nata, por favor.
El pusilánime se alejó arrastrando los pies mientras ella emitía un inevitable juicio de valor: «vaya ganas de trabajar que tienes, zángano». Los animalitos desfilaban. Innumerables familias con niños paseaban. Parecían felices y si ella hubiera torcido el brazo en un «sí, quiero», ¿Quién sabe si habría sido parte del paísaje que ahora divisaba con la plenitud de la libertad latiendo con impertinencia en sus venas?
Llegó el café como remolcado por el inánime personaje.
-Un espeso,¿Verdad?
– Mentira. Pedí un capuccino.
Se notó la furia atravesándole los ojos y a ella le nacieron las ganas de denigrarlo. Hablando de procacidad, se sintió la sangre hervir y la náusea la incitó a arrojarle todo el odio que aquella mirada le había suscitado. Se dio cuenta, no obstante, de su reacción y sencillamente dijo:
– No pasa nada. Me lo tomaré, espeso. O expreso. ¿Me puedes traer un capuccino también?
Respiró levemente después del verbo guardándose para sí la broma de la coma. Dudó de que aquel ser la hubiera interceptado. Lo mejor que le puede pasar a la coma es que se la coma un suspiro, así se evita el silencio incómodo del cual se desprende la ofensa. Amen y coman, pero no ofendan.
¿Cuál habría sido el resultado de un enzarzamiento con aquella criatura volátil cuyo desempeño le importaba más bien nada? ¿Aumentar la autoestima en la reafirmación de sus gustos y deseos personales? Pfff, ni siquiera daría para una misérrima línea de libro. Desaparecido el gas, se esfumó el olor. Asomó un chiste judaico, mejor no contárselo ni a sí misma, no fuera a ofender a lo demasiado. La dictadura de la tolerancia se vería aplicando su intransigencia hasta con el humo(r) negro.
Vaporoso, lo vio alejarse arrastrado el alma entre las piernas. «Si fuera como él, me suicidaría.»
Tras la afirmación, café en mano, no pudo evitar acordarse de Manu, su primer amor, con el que sin duda habría llegado a la desequilibrada categoría de mamá por inercia. Ahora formaría parte de los contribuyentes al futuro de la saciedad, plantada en el asfalto y por hartura en una calle unidireccional y sin salida. La salvó la certeza de que los amores que matan nunca mueren y, por eso mismo, ella seguía vivita y coleando. «No, no (te) quiero» le dijo el último día y se fue con un martillo y una escarpia, tras cinco años de faltas de respeto en doble sentido. En la calma y en el alma del retrete reposaba el recuerdo.
Sorbió el contenido del dedal. Tan expreso fue que hubo que poner en él toda la atención, expresamente, para encontrarle la expresión de amargura. Siguió perdida en aquellas, sus historias, en las que no pasaba nada mientras ocurría un mundo. Eran sus preferidas y muy aburridas para tantos otros. Complicadas, intrincadas de circunloquios, soporíferos soliloquios sembrados de estúpidos juegos de palabras para evitar lo inevitable: el contacto con el tedio vital y la dirección al grano.
Su atención se desvió hacia las ruidosas hordas de adolescentes ataviados con el desaliño propio de la edad que deambulaban en comandita cacareando historias diversas y de las cuales tan solo pudo pescar un sinfín de «no sé no sé cuantos» a propósito de Elena, el putón verbenero sobre el que recaía la envidia consentida de todo aquel consejo de víboras. ¡Qué malos eran los celos! Se reconoció en ellas. Las menos agraciadas siempre difamaron a las más hermosas porque, a pesar de que la belleza se hallara en el interior, las hormonas tiraban como las cabras, a los montes. Si ella no se hubiera creído fea, quizás no habría desarrollado esa timidez medular ni su capa de protección que la incitaba a la insolencia más abrupta. La tempestad se lleva por dentro y sale a relucir cuando la gota colma el vaso de la falta de honestidad con uno mismo.
¿En quién se convertiría? El foco se posó entonces sobre los viejecitos que dificultosamente lograban poner un pie tras otro y celebraban no cagarse encima y seguir atinando en el agujero a la hora de mear. La vida pasa espesa en un sorbo de expreso mientras esperamos el capuccino. Filosofía de bar, barata y desbarajustada. Cuando su mente caía presa del enhebrado compulsivo, era señal de alarma. Dejar de pensar, dejar de perseguir raíces, prefijos y sufijos desatinados a tientas. Tentadura postiza.
En la mesa de enfrente se sentó un joven de edad indeterminada que la miró con descaro. Ella se sintió morir de vergüenza y de su mochila sacó un bloc de notas, un bolígrafo y el libro que la mantenía ocupada en esos días: «Narciso y Goldmundo» de Hermann Hesse, su autor favorito desde la facultad.
Ahora ya tampoco podría ni siquiera mirar al horizonte. Llegó el capuccino de otras manos mucho más firmes, eran femeninas.
Me ha gustado el ritmo y la narrativa de hoy 🙂
Y, tiene suerte la protagonista, Madrid es una ciudad anónima, nadie te pregunta de dónde vienes ni de dónde eres, es el mejor lugar para empezar una nueva vida… Aunque claro, hacerlo arrastrando a la misma persona conlleva repetir los mismos errores 😉
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Gracias Beauseant. El personaje no piensa dejar una ciudad para irse a otra ¿Estamos locos? Ni hablar. Si deja la ciudad es para terminar en «NO MAN’S LAND», pero antes se impone un ejercicio de aceptación de la muerte y de que, como en hacia rutas salvajes, puede ser que la muerte nos pille cagando. Se terminará cuando se tenga que terminar, sin medicinas, sin alargar la agonía que arrastramos… algún día.
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