En mi lecho de muerte, a la edad de 111 años, mi nieto decidió hacerme una última visita. Inesperado y agradable regalo de despedida fue contemplar su rostro traspasando el umbral de la puerta. Esos ojos chispeantes de un verde esperanza casi translúcido, como los de su padre, mi hijo, regalo y milagro de la luna, que me recordaban que nunca es tarde para sanar y crear un mundo nuevo.
En el ocaso de la experimentación humana, me sentía cansada de la vida. La realidad, que nunca me había pertenecido y que de alguna manera me atribuí, ya no era mía. Solté el control en la postrera gran prueba de esta dimensión, dejarse traspasar por los acontecimientos sin poner ninguna resistencia, confianza plena en que todo está diseñado por una divinidad que permite la transmutación sin atisbo de dolor. Fui agua, fluido del río de la vida. Sentía sumirme en la no materialidad. Pocos obstáculos me separaban del todo, infinidad con la que tanto hube conectado a través de mis meditaciones. Tan solo quedaba el propio cuerpo tridimensional que ahora se iba desintegrando. Recordé una frase de mis años mozos cuando la ciencia era lo único que habitaba mi mente: «La vida es una larga reacción de oxido-reducción». La risa me llenó de júbilo y no pude por menos que apiadarme de aquella chavala atrabiliaria que fui. ¡Cuánta igno-rancia cubierta de ingentes dosis de conocimiento! La ignita ignorancia inflama la ranciedad, sí. Cuanto más me idignaba, pues más conocimientos acumulaba, más rugía mi interior cuando me contrariaban. Ahora me río, entonces embestía a cualquiera con esta lengua bífida, afilada y viperina.
El mundo que me vio nacer había dejado de existir en el mismo momento en que me bañé con su luz. Mi alma, por tantos años rezagada en un pretérito remoto, se sentía exhausta de aprender y de alcanzarme. Iba demasiado rápido. Ella y yo habíamos cumplido nuestro propósito terrenal y tocaba pasar al otro lado. Cuando mi tardío acompañante de vida murió, le entregué una parte de mi alma. A mí me tocaba seguir caminando un trecho más para reconciliarme con la soledad y el abandono, de nuevo, mas desde una perspectiva completamente diferente. Este había sido el supremo desafío del tramo de vida que tocaba a su fin. Ya estaba, ya llegué y sabía que en cuestión de horas se terminaría la partida.
Fue una vida interesante, repleta de dolor y apego al sufrimiento. Aprendí que este último era opcional, pero con él llenaba el hueco cóncavo que el sinsentido del dolor imprimía bajo la piel. En otras palabras, sufrir le daba sentido a los acontecimientos dolorosos que, en última instancia, descubrí que eran dolorosos porque existía el apego. Me desapegué de muchas cosas, incluso de mi propia identidad, aquella que otros me habían colocado y que yo misma asumí como cierta. Me desprendí de mí, me reconcilié con mi cuerpo, puse mi mente a su servicio, me desintegré para volverme a esculpir en el aire. Me pasé de etérea, la volatilidad fue mi religión por poco tiempo. Sentí que debía anclarme en la tierra, me hice mujer y me transformé en fluido transparente, elemento que me caracterizaba.
Se desatascaron mis sentidos, especialmente el de las sensaciones corporales. Recuperé una clarisentencia de nacimiento que hube reprimido por miedo a que me colgaran un Sambenito que ya exhibía sin saberlo. Me transformé en un «yo soy» sin identificar porque era más bien un «me siento así o me siento asá» y en función del cuerpo me daba cuenta de mí existencia. La mente dejó de dictaminar y dinamitar.
Cuando menos lo esperaba, apareció mi acompañante de vida al que tuve que dejar marchar con la dignidad que merecía. Ahora había llegado mi turno.
Mi nieto se sentó a mi lado:
-Abuela, cuéntame otra vez la historia de papá.
-Sí, cariño, te la cuento de nuevo. Abre bien las orejas pues esta es la última vez que la escuchas, al menos de mis labios. Espero que la escribas algún día, para que otros puedan leer la historia invisible de sus semejantes y creer en los milagros, que no son milagros, sino otras realidades formando parte de esta misma. Abre la percepción y, si lo puedes imaginar, es que ya existe.
Empecé a declamar como si de un poema se tratara:
«Me convertí en sanadora cuando hube sanado, era el camino que esta vida terrenal quiso que tomara. Estaba escrito mucho antes de que yo naciera, generaciones y generaciones antes. Fue un proceso largo y duro el de metanoia, una transformación que me ocupó en el crepúsculo de la treintena. Tu abuelo…»
Continúa en
Abuela, cuéntame otra vez la historia de papá (2/2): El mundo onírico convertido en cuento.
Estimado lector/a.
Primero, quiero desearte un feliz viernes :).
Seguidamente, invitarte a pasarte por mi blog y comentar la cita del día de hoy:
Que pases una buena tarde.
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Lo he dicho más veces, pero la vida es eso, la mitad acumulando cosas, objetos, conocimientos.. mentiras.. y otra medio derribando todo eso hasta que quedamos vacíos y sin fuerzas…
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