La niña, con tan solo cuatro añitos, se deshizo de la mano de su madre y cruzó la calle corriendo al encuentro de aquel hombre desconocido que se hallaba en la acera de enfrente.
-Lucía, ¿A dónde vas? ¡Ven aquí!
Con desconcierto y vergüenza, la madre atravesó la calzada a su turno y fue en dirección de la pequeña cuya mano colgaba de aquel señor tan hermoso, tal fue la primera impresión de la madre. La señora se sonrojó sin saber exactamente por qué, si por la actitud de su hija o por la mirada nítida y cálida de aquel ser que acogía con una sonrisa la diminuta determinación de la pequeña.
-Oh, disculpe caballero, no sé qué mosca le ha picado. No comprendo.
El señor se rió sin dejar la mano de la niña y los tres juntos entraron en el local a pie de calle hacia donde el hombre se dirigía.
-¿Quieres un café? le preguntó el señor a la mamá de Lucía.
Ella, un poco incómoda, aceptó, pues su retoño no parecía querer alejarse de su nuevo amigo. Para más inri y mayor bochorno de la madre la niña abrió la boca y subió el precio del pan.
-Mamá, este señor es calientito y su mano es muy suave y grande. ¡Miraaaaa, toca tú también!
Lucía con los ojos como platos le ofrecía a su madre una mano sin resistencia, hospitalaria; era la de aquel hombre. La señora había adquirido un color escarlata, unas palpitaciones a punto de hacerle fibrilar el corazón y un corte respiratorio en cuyo origen se entrecruzaban la vergüenza, el miedo, la alegría y la tristeza. Un cóctel emocional a punto de estallar. Presa de semejante cascada hormonal, la mujer se echó a llorar sin saber por qué.
El hombre paseó una mirada compasiva por aquella mujer rota y aquella niña divertida, ambas necesitadas de cariño, hambrientas de caricias y se apiadó de su dolor.
La mamá de Lucía levantó la cabeza y tan solo vio una luz cegadora que le salía del pecho al desconocido y que iba colonizando la estancia hasta llegar a ella. Sintió cómo un calor atañía primero sus manos y posteriormente subía por sus brazos, por sus piernas. El candor inundó su vientre, escaló su espina dorsal y conquistó su corazón. Las palpitaciones se calmaron, el dolor cesó, tras lo cual la calidez se hizo reina de su cuerpo y subió hasta su cabeza dejando una agradable sensación de vacío y plenitud.
La niña saltó del regazo del hombre al de su madre y se fundió con ella en un abrazo infinito. Lucía desapareció en el cuerpo de la mujer, como si la hubiera absorbido y, poco a poco, a ella también le nació una luz en el pecho, la misma luz que en el pecho del señor. Ambos haces se fundieron en la estancia y salieron disparados hacia arriba, como queriendo llegar a los confines del universo.
Había nacido el punto cero y a partir de ahí una nueva vida se creó para ambos. La integración de uno, fue la integración del otro. Porque todos somos luz, porque todos somos el prójimo.
Al leer en el relato el punto donde desde el corazón del hombre comienza a irradiar luz me ha venido a la mente imágenes de Jesucristo, que para mí es el símbolo tanto del amor humano como divino. A veces pienso que para integrar todas nuestras partes tenemos que ser como niños, como esa niña Lucia. Matrimonio alquímico, hermosa experiencia. Siempre somos prójimo porque es el otro donde nos reconocemos. Lo demás es uno, y en el relato, el dos y el tres, la trinidad, la triada, el nuevo nacimiento, que armoniza, el tres en uno. Un abrazo enorme Algodoncito.
Me gustaMe gusta
m’ha agradat molt. Es molt macu!!
Me gustaMe gusta
Hay personas que parecen sanarte, ¿verdad? Te acercas a ellas como un gato asustado, un pie dispuesto para la huida, y acabas ronroneando en su regazo de una manera un tanto vergonzosa 🙂
Debe ser bonito fundirse en alguien, pero no sé si me gustaría, hay partes de mi que creo que es mejor no compartirlas… Aunque, ahora que lo pienso, quizás la mujer, ha logrado recomponer trozos que eran suyos..
Me gustaMe gusta
🙏💯
Me gustaMe gusta