La casa del fin del mundo: Más allá del camino, no había más que un acantilado hacia las estrellas.

Me entró de nuevo ese desasosiego tan conocido, mi amigo del alma. Tomaba distintas formas en el cuerpo. A veces me constreñía las tripas, en otras ocasiones me hubo oprimido los pulmones no dejando el diafragma campar a sus anchas y, esta vez, me tenía con el culo inquieto. Se tradujo por un pensamiento inconsciente «me tengo que largar de aquí ya».

En el pasado, un «me tengo que largar» había dado resultados catastróficos, pues me instalaba en cualquier lugar con tal de no volver a la rutina. El problema es que hacía exactamente lo mismo solo que en otro sitio. La solución pasaba por aceptar el tedio y transmutarlo en alegría, sencillamente cambiar el prisma. AÑOS de terapia me costó comprender aquello tan obvio para otros. Nací programada para la guerra, qué cojones. Eso de disfrutar del camino también lo llevaba en los genes, pero se expresaba de un modo inconsciente.

Mis dedos comenzaron a revolverse frenéticos sobrevolando el teclado del ordenador. La barra de búsqueda rezaba: «fin de semana rupestre», «la casa del final del mundo», «desconexión de la ciudad», y todas las combinaciones de palabras que dejaran de suspirar por el humo de los vehículos, provocaran el olvido de las masas y un consumo exacerbado de tranquilizantes naturales como lo son el monte, los ríos y el susurro del viento.

La encontré, joder si la encontré: «La casa del final del mundo» antes, sin embargo, pasé por ciudades colgantes, históricos emplazamientos de brujas y encantadores de serpientes y, con algo de ritmo, la suerte me condujo a los confines de la tierra.

Allí se hallaba. Una puerta roja encastrada en un cuadrado de piedra, el techado enmohecido, la nieve cubriéndoles las vergüenzas a los árboles y detrás de la casa… la nada de Adán ¿O era la nuez? Carretera y manta, ajo y agua. ¡Tampoco era para tanto! En un abrir y cerrar de ojos llegaría al precipicio del final del camino. En las fotos se veía claramente cómo se apagaba el paisaje. El cielo se ennegrecía y un fundido a negro exhortaba a mi mente a adivinar que, allí, no llegaba ni el tiempo.

Llamé para asegurarme la reserva. La voz al otro lado del aparato me dijo:

-No hay tiendas y solo somos 5 vecinos en el pueblo. Hay más gallinas que habitantes.

-¡Perfecto, es exactamente lo que ando buscando! Me la quedo, sin lugar a dudas.

-Tienes que tener cuidado porque si resbalas, no habrá manera de pedir auxilio.

Hice caso omiso de las advertencias porque soy de la opinión de que cuando el momento llega, uno tiene que aprender a morir con dignidad, confiar en el universo y dejarse llevar el alma.

Si vuelvo, querido lector, nos encontraremos por estos lares. Si no… será que llegó el momento de decir adiós. Una tercera posibilidad es que un forastero me despose y sea muy feliz y comamos perdices (o huevos).

En resumidas cuentas, que si no vuelvo es que me caí por el acantilado que conduce a las estrellas.

6 comentarios en “La casa del fin del mundo: Más allá del camino, no había más que un acantilado hacia las estrellas.

    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      JAJAJAJA! Sí, ayer vi una entrevista a una mujer que decidió recluirse en el Montsant hará unos 48 años. Casi nada. No recuerdo bien quién me mandó la entrevista, algún freakazo seguro. ¿Huir? Del tiempo supongo, voy hacia donde no existe. Un abrazo!

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    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      Artista! En la vida real, te caes muchas veces y aprendes a levantarte con y sin ayuda, así sea la de tu voluntad. Volveré ni que sea para empaquetar mis cosas e irme de nuevo a… allí.
      Un abrazo!

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