Siempre anduve buscando algo aunque nunca supe realmente el qué. Lo mío era remover por el puro placer de atizar el fuego de la curiosidad. «¿Qué buscas?» Solía espetarme mi madre viéndome regirar armarios y cajones. «Solo estoy mirando, nada en particular», respondía yo con desenfado.
Abrir un armario ajeno era, es, como acceder a un maravilloso mundo desconocido. Cacharros inservibles, vetustos cachibaches e ingentes sopresas esperan detrás de las puertas de roperos, alacenas, cómodas e incómodas. Hay cosas que hubiera deseado no encontrar, mi vida hubiera sido muy diferente, pero la llamada profunda hizo que así fuera. Las descubrí. Averigüé secretos que yacían en los bajos fondos de la psique humana, rescoldos que quedaron prendidos en los recodos del olvido.
En algún momento me ilusionó la certeza de que cuando encontrara la incógnita, lo sabría como se saben este tipo de cosas: con la sensación de una daga atravesada en las tripas, un ardor en el pecho que desboca al corazón, un «¡Eureka!» que clama al cielo, un «¡Aleluya!» un «mecagüentodo» (Con diéresi para que suene la u) o un «¡Hostia puta eso era!». Hasta que no llegara ese preciado momento, seguiría abriendo guardarropas y desarropando secretos arrapados a harapos malolientes. Eso es a lo que comunmente se llamó airear trapos sucios con la apostilla de un apolillado mariposón.
Al morir mi abuela, la única que todavía mantenía vestigios del pasado ante los que me hacían chiribitas los ojos, me di a los bazares de todo tipo, a los mercados de segunda mano, a los anticuarios como los que a la mala vida se entregan.
Mi péché mignon, mi guilty pleasure, mi schludiges Vergnügen o ese placer culpable en cristiano (qué poco rollo tiene el español, cojones) seguía siendo lo antiguo: los tinteros, las plumas, los objetos que de nada servían, los relojes de pared más viejos que la moños, los espejos napoleónicos, los enseres matusalénicos y un largo etcétera de cosas que no tenían aparentemente uso alguno.
En la puerta de un acantilado donde los buitres sobrevolaban los cielos en busca de pecado que echarse a la boca, encontré un druida moderno, prueba fehaciente de que la reencarnación existe. Él me enseñó que son las cosas las que te encuentran a ti en vez de tú a ellas.
Y así hallé la respuesta a la inmarcesible pregunta «¿Qué estás buscando?»
Ahora ya tenía respuesta: «Busco el (B)azar de todas las cosas»
Y así me encontró la vida que me esperaba.
El que la sigue la consigue, ¿no? 🤔😉
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Eso dicen… yo no me lo creo, solo se consigue si es tu camino, como no lo sea, ya te puedes dar cabezazos contra un muro hasta reventarte la cabeza que… no habrá tutía. Un abrazo!
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Wow cool picture😸🌷🌹🌼
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Mola buscar en sitios inhóspitos te puedes sorprender.
«El que busca, halla; y al que llama, se le abrirá».
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Sí que mola sí!
Si llamo, ¿Me abres? Abracadabra!
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¡Adelante!
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Creo que el placer está en la búsqueda; de niña también me encantaba registrar armarios, arcas y solanas en casa de mi abuelos maternos, o buscar tesoros, nuevos caminos por los cerros y montes, de niña llegué a pensar que estudiaría arqueología, luego me decanté por escudriñar símbolos y palabras, es el camino, el peregrinaje lo que hace la búsqueda interesante. Besos
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Claro Esther! Tú eres de las mías… recordemos que la curiosidad mató al gato!!!!
Sigo adorando la búsqueda por puro placer!
Besos!
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