-¿De qué color tienes los ojos?, inquirí intrigada
-Marrones.
Me respondió con una determinación que acogí con inseguridad y duda, así que lo miré directamente a los ojos y vi que eran del mismo color que los míos.
-¡Hermanos de color de ojos! De marrón nada, monada. Exclamé pletórica, sin orgullo y sí con contundencia.
Era una tonalidad pantanosa, un verde «mierda de pato», pero verde al fin y cabo. Nada claros, bien oscuros a los que había que mirar dos veces para ver. Como a él que con una ojeada superficial no bastaba para darse cuenta de su grandiosidad. Era más bien apocado, de tamaño de bolsillo para pasar inadvertido, introvertido hasta la médula y casi cóncavo de lo mucho que se había cavado hacia dentro. Al observarle en silencio y desde lo lejos parecía un mar en calma y, a medida que uno se acercaba a él, se podía escucharle pensar. Unos aspavientos nerviosos y bruscos se atropellaban dando la sensación de ser sus gestos como rodajas de salchichón desunidas que entraban en colisión con aquella aparente quietud. Gráficamente así lo percibí y así os lo cuento.
-¡Hostias! Son color mierda de paloma, caca de pato o de oca, según prefieras.
-¡Joer, chica! Desde luego, tienes alma de poeta, eres la mismísima reencarnación de Eurípides, como poco.
Estallé en una risotada bien grotesca asegurándome que sonara lo menos refinada posible. Me gustaba mezclar la mierda con el amor tanto como lo dulce con lo salado. Un contraste bipolar y extremista que me había acompañado desde que empecé a tener memoria. Ante mi alegría, él se puso contento y sonrió con esa mueca que me tenía el corazón robado por ser jodida e imperfectamente perfecta.
Volví a zambullirme en aquellos dos faros y, para mi sorpresa, habían virado al azul oscuro.
-¡Coño! Ahora son azules, ya no son verdes.
-¿En serio? No sé, no me los veo.
Cerró aquellos ventanales, como si temiera exponer un vergonzante secreto guardado en las profundidades del alma. Lo besé porque aquella respuesta infantil me arrastró a ello. La sencillez me tenía el corazón robado y sus observaciones, brutalmente honestas, no buscaban causar impacto alguno y, por eso mismo, me demolían todos los muros de contención reduciéndolos a escombros. También lo besé porque era de una transparente hermosura y porque me dio la gana, sobre todo porque me salió de las entrañas.
Entonces volvió a abrir la mirada y me dejé absorber por el agujero negro del centro de aquellas galaxias. Fue la sensación más extraña que jamás tuve. Fue recorrer mis abismos en otro. Reconocí en aquellos ojos zarcos los de mi padre. Sabía que nos conocíamos de algún lugar, quizás de otro planeta. Una inesperada serenidad y quietud despertaron nuestra familiaridad.
Fantástico escrito… 👏👏👏😘
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Hola, Montse.
Me encanta tu «poesía».
«Ojos verdes «mierda de pato»»; «De tamaño de bolsillo para pasar inadvertido…»; «casi cóncavo de lo mucho que se había cavado hacia dentro»…
Las carcajás se han escuchado en la calle. ¡Qué arte!
En mi proxima salida para ligar los probaré (en la otra vida).
Abrazo grande y feliz domingo, amiga.
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HOLA JOSEEEEEE! Ya me dices cómo te va con esos piropos… no te aseguro que no te den un revés jajajajaja! Un gran abrazo!!!!!!!
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Increíble! Gracias persona mágica.
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🙂
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