El cáliz de fuego eterno y la niña que intentó escribirle una poesía al payaso triste.

Su nombre es eterno, inmortal, como el fuego del cáliz que le calienta las entrañas. En su abrazo me abraso y me pierdo en él como en un armario sin cajones. Habla y lo miro. También lo admiro, admito ante ustedes. Tiene una sonrisa más grande de lo que le cabe en la cara y se estrella su risa como dos cubos de hielo de un sabinero whisky on the rocks. Le da por destornillarse y se me ríe el alma. Gusta poco de la corrección y reincide con incisión orgullosa.

Es una flor de invierno como la de los almendros, un algodón de azúcar rosa y delicado, una nube de chuchería. Es un viento huracanado que me desordena el corazón y me arranca de las malas hierbas. Me sacude el polvo sin discreción, me despeina y, con los pelos alborotados, me deslenguo porque me devuelve al cuerpo y se me deshilachan los pensamientos. Es ácido y dulce, como las manzanas que prefiero con un equilibrio perfecto entre ambos sabores. Es como una de cal y otra de arena que se funden para revestir su coraza tantas veces impenetrable.

Mis labios tropiezan con sus párpados cerrados y le digo que, junto al beso en la frente, es la muestra de cariño más pura y sorprendente. Desde el balcón de su mirada descansamos oteando el horizonte. No hay lugar al que escapar, ambos somos un presente lleno de caricias. De la avaricia glotona del ayer quedó la dulzura de un amargo comienzo ya olvidado. Los encuentros y desencuentros son ilusiones fruto de esta realidad tan poco prosaica. El vaivén de la vida nos acerca y luego nos separa. Nunca estamos lejos, solo basta pensarnos para reencontrarnos, lo que pasa que todo esto él todavía no lo sabe y me habla como si fuera una persona normal y yo lo miro sonriendo con una mueca de inocencia reencontrada porque soy más niña y tengo menos vergüenza de ser una descarada.

Como dos gotas de agua y tan diferentes a la vez, nos hundimos en el océano del universo. No quiero importar, solo importarle y exportarle para que explote su creatividad. Quiero ser su musa sin sumisión, esa sirena que le susurra letras al oído. Quiero ser su poesía de cabecera, su animal de compañía, la perra en celo que lo saca a pasear y tira de la correa para que con reflexión, y sin deflexión como la mía, corra detrás de ella. La amante mejor amiga que no quiere migas de ventaja, pero sí millas de recorrido y conversaciones incómodas que se vuelven livianas porque sabemos que nada es personal y se corona con un «¡EEEEEEEI, NO IMPORTA!» aunque en ese momento no lo veamos a pesar de saberlo.

«La próxima vez, antes de derramarte, querido, piénsame fuerte quizás te oiga y te segunde. A lo mejor unas gotas de Amor abierto que se viertan en este mundo son suficientes para que la pasión te devuelva al escenario. ¿Cómo sería vivirte desde allí? Cierra los ojos por un momento e imagina que nunca más tuvieras que bajar. Dime, ¿Qué sería diferente?»

Quizás no me crean, señores y señoras, pero es pura presencia cuando está perchado en lo alto del tablado. Lo admiro de nuevo en su rabia ¡Qué grande es! Si tan solo pudiera verse con mis ojos y sentirse con mi cuerpo, quizás no cambiaría un ápice absolutamente nada. La vida siempre nos sorprende, asimismo la muerte y la distancia.

También veo sus tinieblas y más quiero acercarme para que no se arrellane en su encondrijo y se olvide de que puede serlo todo, sin negación ni elección. A veces no puede evitarlo y huye de su sombra quedando atrapado en sí mismo. Entonces, cuando menos piensa merecerlo es cuando más lo amo porque más lo necesita. Me hago silenciosa como una tumba y escribo sin apagarme. Quizás una poesía le sirva para enjuagar las lágrimas del corazón. Me vienen a la mente las primeras líneas de «Platero y yo»: «“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.»

Me funde en un abrazo que dura cinco eternidades de sesenta segundos. El tiempo nos regala doble ración. Un dos por uno donde el tercero sale gratis. Con un charco entre las piernas, le leo un beso en la mirada. Me lo confirman sus palabras. «Me gustan tus labios» dice y no entendiendo si me pide permiso para robarme uno. Me alejo porque la niña quiere que el niño le pregunte «¿Puedo darte un beso?». ¡Bendita inocencia recuperada!

La respuesta siempre es sí y no tengo que accionar nada. Si alguna vez me buscas, aquí estoy, detrás de la desvergonzada que una vez te dijo «se me mojan hasta las bragas». Tu pecho es para mí un lugar seguro al que volver.
No sé mucho de relaciones, fracaso en todas, pero sí de conexiones y sé que esta viene del alma. Es suficiente.
Con tacto contacto y de retirada me reitero: «Sí, puedes».