M. volvió a poner su mano en ESE punto del pecho. La semana pasada lo intentó y sentí que un dolor me atravesaba la caja torácica. Ayer lo hizo de nuevo y el mismo dolor dinamitó mi estructura. Rompí a llorar como si no hubiera un mañana. Convulsioné y me invadieron las ganas de vomitar. Una sacudida de dolor conquistó mi útero, bajó por la parte interna de los muslos y se expandió por las cervicales hasta coronar el cráneo. Ni siquiera puedo decir que fuera un dolor físico a pesar de serlo. Fue, es, un dolor visceral, existencial que no tiene un punto de anclaje sino que se conforma de una red tejida a lo largo y ancho de todo mi cuerpo.
Entré en shock y me catapultó hacia un lugar en el que no había estado nunca. ¡Dios, que sea el último resquicio en el que tenga que mirar! Estoy exhausta, no quiero seguir explorándome y, sin embargo, no hay vuelta atrás. Es como si la entropía del mundo funcionara también para el alma, no se puede volver a meter la pasta de dientes dentro del tubo una vez ha salido. Ahora los sucesos se atropellan y es imposible detener el proceso que además va cogiendo cinética cual cuerpo en caída libre.
En posición fetal seguí llorando y M. se sintió aliviada. Algo le aprisionaba el vientre, me confesó. Dijo que cuando me había puesto la mano en el pecho vio una aldea cuyos habitantes huían despavoridos entre gritos de terror «¡Ahí viene! ¡Ahí viene!»
-¿Huyen de mí? le pregunté presuponiendo la afirmación por respuesta.
– No, no huyen de ti. Tú estás protegiendo.
De alguna manera eso es lo que siempre hago. Proteger. Es como si mi rol en esta vida fuera el de proteger a los que me importan y custodiar algo que no quiero que salga a la luz. Un secreto abisal, muy hondo en las profundidades de un lugar al que no he tenido el coraje de acceder todavía. Parece que fuera una cámara secreta cavada en las catacumbas de un búnker antiaéreo. Un refugio subterráneo, oscuro, húmedo, con toda suerte de insectos. El escorpión.
Por la tarde, en el taller de liberación del diafragma, volví a conectar con este dolor que no parece querer abandonarme. Creo que tengo que aprender a verme con la cara hinchada de haber estado la noche llorando sin dormir. Está saliendo de la fortificación esa parte secreta y prohibida, ese algodón de azúcar que se deshace con una simple caricia y que está tan hambriento de tacto que le resulta insostenible incluso el mismo roce del viento.
Es dolor, es una pena insondable que me trae el recuerdo de aquellos momentos especiales de conexión álmica. No puedo explicarlo con palabras, solo lo sabe el que los vivió. Puedo negarlos, evitarlos, tratar de olvidarlos, esconderlos, enterrarlos en secreto y mantenerlos cautivos en lo más profundo de mi ser, pero nuestras almas saben que más allá de esto, estamos nosotros.
Así como el dolor fragua en la fascia, la certeza emana de ella. Me lo arrebataron en algún momento y no pude despedirme, eso me viene automáticamente. Un abandono, un corte en seco, un tiro a bocajarro. No solo fueron algunas horas, sino algunas vidas.