¿Quién mato la relación?: El troll y la detective patricida Patricia se unen a la investigación de la unidad de crímenes justificados de Macondo.

La detective Patricia Buendía, colaboradora en la unidad de crímenes justificados de Macondo y descendiente directa de los Buendía de toda la vida, estaba ella misma absorta en sus cuestiones personales cuando su ayudante Palmiro, el troll acondroplásico, la sacó de su ensoñación tras colgar el teléfono.

– Vamos Patricia, ha llegado otro caso. ¡Mierda! Esto es un no parar.

– Ni que lo digas, me pregunto lo que estará pasando, van 7 esta semana y estamos a martes. Como no empiecen a pagarme las horas extras…

Patricia nunca acababa las frases dejando inferir de los puntos suspensivos una amenaza de la que ni siquiera ella tenía conciencia. Era ese tipo de «a propósitos sin querer» que yacen juntos mancillando la comprensión por y de uno mismo.

Patricia dejó de pensar en él. El deber la llamaba y, a pesar de su avanzada edad, seguían las posesiones stacanovistas a las que se entregaba dulcemente. Entre el trabajo y el amor siempre priorizaba el primero. Entre el trabajo y el desamor solía elegir por lirismo el segundo. La detective y el troll se dirigieron a la sala de interrogatorios.

Patricia era una mujer severa y muy digna, tal como rezaba su nombre. Había matado a su padre años atrás por endeble y se había disfrazado de él tomando una responsabilidad demasiado holgada para tan diminuta existencia. Siempre acompañaba su discurso de un aplomo aprendido dando la equívoca sensación de saberlo todo. Halló en su juventud «El arte de tener razón» de un tal Schopenhauer, escrito en otra era en otro planeta, cuyo contenido la había percutido arrítmicamente sobremanera. Su miedo al yerro la obsesionó de tal modo, que degeneró en pavor por la inexactitud. Así, dedicó parte de su existencia a perseguir la verdad absoluta desde una razón criticada por el mismo Kant.

Leía mucho, muchísimo. Diseccionaba las emociones y las opiniones tratando de hallar el axioma de base, el origen, el punto de partida y de partido. Reducir todo a la mínima expresión, simplificar la realidad, perseguir lo necesario y prescindir de su contrario. Aquella falsa carencia en la que creía a pies juntillas, la falta de fe en uno mismo, le había otorgado un puesto distinguido como investigadora. Sin embargo, su vida sentimental por deformación profesional era una calamidad.

Se forjó un muro personal de las lamentaciones entre ella y ella misma a base de lecturas delimitando de este modo la teoría y la práctica en dos parcelas diferentes sin comprender que ambas eran una. Hasta que no aprendiera a conjugar el subjuntivo, la energía de la vida no florecería en ella.

La intuición labrada a base de desconfianza siempre fluía hacia fuera.

-¿Qué ha ocurrido?, preguntó ella imponiendo una presencia que tensionaba el ambiente.

-Un asesinato. Otra relación inocente. Espetó el guardián de la sala de la verdad que miente.

Palmiro cerró los ojos y negó con la cabeza. El troll, muy sentido, era una de aquellas existencias singulares por su particularidad. Se sentía feo, pero lo cierto es que era una criatura magnífica por su rareza y sensibilidad. Había cultivado a lo largo de su inexorable existencia unos caballerescos modales y un uso figurado de la lengua que Patricia apreciaba en extremo. Palmiro utilizaba tal poder para separarse del mundo. Decía lo que quería decir bajo un manto de ironía que lo alejaba de la unidad. Estaba acostumbrado a que nadie penetrara su fuerte retórico y teórico, se sentía en su zona segura y había permanecido tantos eones en aquella rimbombante zanja que la convirtió en su guarida.

Se había forjado un sólido vínculo entre ambos que nadie comprendía y sus deducciones se basaban en los giros, alusiones y evasivas que escapaban de la conciencia colectiva y se cimentaban en un subconsciente muy consciente. Recordaban a Watson y Sherlock, dos personajes de otro planeta de otra época, por esa amistad tan pura en la que cada uno es lo que es y permite ser al otro.

-Mierda Palmiro, ¿Los ves?

– Sí P. Otra vez lo mismo. Es una escathombre.

El hambre de lumbre no escatimaba.

En la sala de aislamiento número 1 se hallaba un trobador. Acompañaba su lamento de una flauta de la que salía una hermosa melodía. Recitaba los versos de Góngora con lagrimones en los ojos.


Dejadme llorar
Orillas del mar.

En llorar conviertan
Mis ojos, de hoy más,
El sabroso oficio
Del dulce mirar,
Pues que no se pueden
Mejor ocupar,
Yéndose a la guerra
Quien era mi paz,

En la sala número 2 se hallaba, cautiva de su agresividad, una jovenzuela cuya boca catapultaba sapos y culebras.

-Hijo de puta, cabrón, desgraciado. Métete el lirismo por donde te quepa. Que puto gilipollas de mierda. AAAAAAAAAAAAH. Luego te irás a tomar por culo, imbécil de las pelotas. Tienes una hostia que te reventaba la cabeza. Dejadme salir de aquí. Dejadme salir de aquí que le voy a dar. AAAAAAAAAAAAAAH. Palabras, solo putas palabras. Todo mentiraaaaaaa. Dejadme saliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiir. Mierda, cabrones. Dejadme salir de aquiiiiiiiiiiiiiiiiii

En la sala número 3 reposaba tranquilamente y sin inmutarse un viejo sabio. Solo sonreía complacido y satisfecho. La túnica marrón lo cubría hasta los tobillos y de su larga barba blanca saltaban destellos de luz.

-Palmiro… esto ya lo hemos visto antes. Blanco y en botella.

– Elemental querida P, el emental y su fermentación. El mal mental y su fragmentación.

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