El coste y el valor de una sonrisa: Nada a cambio de todo.

Como cada día salió a pasear. Desde que regresó al que había sido su hogar durante el último año y medio, había vuelto a las andadas y solía dar largas caminatas en medio de la nada. Le gustaba el silencio y la soledad libre de ruidos, de personas (a)normales, de normas, de estrechos o anchos y de zánganos y moscas.

Al salir le gustaba saludar a los transeúntes y a los ciclistas, pues era una manera de entablar contacto sin que fuera demasiado cercano. La proximidad la aterraba, no por la parte física sino por no saber confrontar a las personas cuando estas traspasaban los límites de lo aceptable. Había decidido que aislarse sería el mejor remedio para no tener que lidiar con aquellos que se sobre excedían. Prefería no ponerse en jaque y huir antes que aprender a decir «no».

En sus deambulaciones, cruzábase con una multiplicidad de personajes a los que ella bautizaba con los nombres que le parecían más idóneos. Entre los asiduos estaba Miquel, un señor mayor que debía de frisar con los setenta y muchos. Miquel era introspectivo, más bien evasivo y siempre recorría el mismo trecho, a la misma hora en invierno y cambiaba de horario en verano. Lo mismo que ella. Aquella amalgama de características ya eran suficientes para despertarle la simpatía por aquel hombre y dedicarle una sonrisa al pasar junto a él con un sonoro «Buenos días».

A Miquel le costó devolverle el saludo, como si aquello fuera a empeñarle en modo alguno. Paso a paso, día a día, fue retornando aunque tímido, un «hola», posteriormente un «buenos días» hasta que, con el tiempo, llegó a acompañarlos de una mueca que se creía sonrisa, incluso diríase que de cierta efusividad.

Estaba también Catalina entre los habituales, una señora con mallas, mucho más joven que Miquel, que ni siquiera levantaba la cabeza del suelo, por si acaso… ¿Por si acaso qué? No se sabía. Cuando pasaba por su lado, Catalina solía hacerse la sueca, como si sus auriculares le estuviesen contando las mil y una maravillas, demasiado importantes como para echar un ojo en derredor. Le parecía gracioso aquel comportamiento que había observado ya en más de un individuo. ¿Qué se podía hacer más que respetar el derecho a hacer la vista grasa?

Estaba Juan montando su corcel grande y desenvuelto y con el que solo se cruzaba los fines de semana después de las 6 de la tarde. Juan le restituía el saludo casi por igual y Benito, un señor tan mayor como Miquel que montaba su carroza tirada por uno o dos caballos más chaparrudos aunque igualmente hermosos. A veces, al lado de Benito estaba la Antonia, su esposa desde tiempos inmemoriales. No se miraban, ni cruzaban palabra alguna, pero al oír el «buenas tardes» ambos sonreían ampliamente y devolvían el saludo. No eran mala gente, solo gente aburrida de las elecciones supeditadas a una época pretérita.

Ella se sentía contenta de saludar. No costaba nada y le ofrecía una placentera sensación de agradecimiento.

Finalmente, entre los constantes se contaba Marcelo. Un señor en la sesentena que pedaleaba frenéticamente como si le fuera la vida en ello. A Marcelo siempre le ofrecía, como al resto, un buenas tardes seguido de una gran sonrisa y un gesto con la mano para estar segura que, a pesar de su velocidad, vería el saludo.

Una tarde de sábado, Marcelo se paró en seco a su lado y le dijo:

-Te quiero agradecer el saludo y la sonrisa que siempre tienes para mí. Es realmente un placer. Muchas gracias.

Ella se sintió abrumada, sólo se trataba de un «buenas» y, sin embargo,…

Después de haber intercambiado algunas palabras fugaces, la invitó a hacer una cata de chocolates en su finca, pues era el propietario de una gran fábrica de chocolate en Alemania. Quería presentarle a su hijo, a su nieto y a su mujer y a sus tres caballos.

Ella aceptó encantada, pues desde hacía dos meses el único intercambio verdaderamente humano que había mantenido era con los cajeros del supermercado. ¿Por qué no despedirse de la isla en compañía de Marcelo que, naturalmente, no se llamaba Marcelo?

Dirán las malas lenguas que el hombre andaba en busca de nefandos favores. No se sabría hasta verlo y quería por un vez en su vida aparcar los prejuicios sin por ello dejar de lado la precaución. Desde hacía dos meses la vida le había regalado tanto que sentía aquello como una ofrenda más. Em universo estaba cambiando de rumbo y, con él, la existencia del planeta y de sus gentes.

Una sonrisa de nada, a cambio de todo, un valor inconmensurable a coste cero. No verlo sería de inconsciente.

Sin rastro de buenismo, salimos a hacer el Mal de esta manera. Que Dionisio nos acompañe.

Principio de conservación de la masa o ley de Lavoisier. La materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Así, la materia siendo energía podemos extrapolarlo de la siguiente manera: la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Una sonrisa, solo una sonrisa que vale más que mil palabras.

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