La sorprendió con un abrazo que ella juzgó demasiado efusivo para ser alguien que no conocía. Aún así, entendía que ciertas personas necesitasen ese tipo de contacto como ella misma sin ir más lejos, pero no en aquel momento ni con aquel individuo.
Antes de tomar asiento, le propuso mostrarle su pequeña embarcación. A ellas los barcos «ni fu, ni fa» pero bueno, aceptó con cordialidad. Pasaron por delante de un coche de lujo «mira este es mi coche». Ella observó cuatro ruedas y una carrocería que transportaban a personas de un punto A a un punto B. El comentario la dejó inerte. Llegaron al embarcadero y vio un vehículo que surcaba los mares sin apreciar detalle alguno porque nada sabía de todo aquello. El hombre se esmeró en señalar que sólo había dieciocho como la suya en el mundo. De nuevo, a ella aquella información la conmovió del mismo modo en lo hizo la primera. Fue entonces cuando supo que se quería marchar. No habían pasado ni siquiera 10 minutos y ya sentía que necesitaba salir de allí. El tiempo se le escurría entre los dedos y empezó a pensar en todo lo que podría estar haciendo en ese momento en vez de estar aguantando estoicamente.
Aquí tendría que haberse expresado, tendría que haber sabido decir «me tengo que ir». Sin embargo, no supo cómo hacerlo. Quizás tendría que haber escuchado a las malas lenguas que le recordaron la perfidia del ser humano en busca de sus propios intereses. Lejos de sentirse víctima, se sintió verdugo, pues ella misma estaba a la expectativa de opciones de vida mejores. Cada uno barriendo para su casa. No quería resultar grosera ni maleducada. ¿Por qué? ¿Qué más le podía importar aquella persona con la que se había cruzado por casualidad?
Como prueba allí estaba, sintiéndose como siempre, como si todo aquel teatro innecesario lo hubiese creado ella y todo por no saber imponerse y decir «muchas gracias por venir pero yo me voy, ya he visto lo que tenía que ver.» Al no saber cómo salir, prefería evitar situaciones de la suerte, se blindaba y trataba de evitar todo cuanto oliese a chamusquina. El resultado era el aislamiento. Tenía que aprender a poner límites.
Después de ver la magnífica embarcación y la maravillosa tecnología sobre ruedas, fueron a sentarse a un lugar desde el que se podía ver el mar. La mala previsión de encontrarse el domingo a las tres de la tarde con un sol espatarrante, hizo que el restaurante estuviera naturalmente abarrotado de domingueros. Otra de las cosas que había aprendido a no hacer, era la de ir al mismo sitio y a la misma hora que la masa. Él le propuso tomar su majestuoso vehículo y conducirla hasta no muy lejos de ahí donde, seguro, encontrarían un buen lugar en el que hablar tranquilamente.
-Sí claro, vamos. «total, para lo que me importa ya, de perdidos al río» pensó.
El caballero le abrió la puerta del automóvil mientras espetaba un «Old school». Ella rió forzada pues todo aquel desparrame de buenas maneras estaban de más y la hacían sentir incómoda. No es que no apreciara la educación, ni mucho menos, pero la cortesía con letra pequeña que ella interpretaba, no le gustaba en absoluto. Y sí, podía tratarse de una lectura errónea, pero no era aquello lo que más le importaba, es que sencillamente ella no estaba cómoda más allá de las intenciones del prójimo. Era lo único que contaba y lo único que no contó.
A partir de ese momento, todo lo demás estuvo de más. Ya no quería saber nada de aquella persona, ni de su propuesta ni de su vida pasada, presente o futura. Le daba igual y por ello, las dos horas y media que siguieron las pasó en su mente, pensando en por qué era tan estúpida de siempre tropezar con la misma piedra. Se riñó una vez más. Se maltrató. Se reprobó. Se avergonzó.
Pensó en él, muy fuertemente en él y cómo le gustaba ser tratada. No le importaba la forma, sino el fondo. De él le gustaban las maneras reales, un «¿cómo estás?» que le permitía expresar su (des)agrado cuando lo hubiere, a veces un «¿Estás bien?» era suficiente para hacerla sentir valorada e importante. No costaba nada y se apreciaba tanto. Podría no haber significado nada la pregunta, podría haberse formulado como método aprendido de cortesía al igual que ella se quedaba por quedarse, pero aquella sencilla pregunta le permitía, al menos, decir «sí» o «no».
Así, pensó en él y en lo mucho que le hubiera gustado estar con él en ese momento, aunque él formase parte de su imaginario todavía. Seguramente, habrían estado en otro lugar, nunca en un restaurante de lujo frente al mar, no lo necesitaban. Serían felices paseando por los puentes más feos con un simple helado de yogur en la mano. Sería sencillamente perfecto dar de comer pan seco a los patos o ver nadar a aquellos peces pantagruélicos. Sería maravilloso no hacer ni decir nada y sentir que todo estaba en su sitio solo por estar. Él le ofrecía una seguridad tan solo una vez arañada.
En cambio, se vio asistiendo a uno de los teatros más antiguos del mundo. Él le tomó la mano y le musitó palabras en un idioma que no quería escuchar. Ella asintió como si supiera de qué le estaba hablando hasta que le dijo «no estoy entendiendo nada de lo que me estás contando». Él cambió de idioma por deferencia, pero ella seguía sin comprender el fondo de todo aquello, o quizás no quería comprender. Le dijo «vale» a todo hasta que llegó el momento «Old school» de pagar e irse. Bien, él pagaría la cuenta, dos botellas de agua, una con gas y otra sin.
Se subió al coche lo más rápido que pudo y se largó de allí esperando borrar todo aquel recuerdo no sin antes sacar un aprendizaje para sí misma.
NO VUELVAS A ESTAR EN UN LUGAR O CON ALGUIEN CON QUIEN NO QUIERAS ESTAR. LA PRÓXIMA VEZ, TE VAS CUANDO SIENTAS QUE TE TIENES QUE IR.
A eso se le llamaba confrontar, y era la única cuenta pendiente que necesitaba ser pagada.