Apenas una semana después, todos los orificios de mi cuerpo empezaron a sangrar, como si me deshiciera por dentro. En el intervalo de tres días mis labios se cubrieron de llagas dolorosísimas. La micción y deglución resultaban imposibles. Un
sentimiento de vacío, agotamiento, cansancio me invadió. Con la piel encarnada, me sentía todavía más vulnerable e impotente que de costumbre.
Estaba aterrorizada de ver esa parte de mí cubierta de eso. No sabía de qué adolecía esta vez. De repente, sentí que los oídos me supuraban y una gota se deslizó hasta la mandíbula. Toqué con el dedo: sangre. Horrorizada, me precipité hacia el baño y me miré al espejo. Me sangraban los ojos, nariz, boca y oídos. Se me cortó la respiración y el corazón se disparó. ¡¿Qué coño?! No había nadie a quien recurrir y, además, ¿Qué hubiese podido hacer ese alguien? Fue en ese momento en el que me percaté de la importancia de sentirse sostenido o acompañado ni que fuera para decir «Joder, me muero».
Haciendo de tripas corazón, tuve que pasar a la acción para salvarme, pues esta vez ni mi sombra lo haría por mí. Así tenía que ser y acepté que necesitaba un médico cuanto antes. Llamé a urgencias, pero era Pascua, ¡Mala suerte! Mejor no morirse en vísperas de festivo ni festivos.
Marqué el número y esperé: uno, dos, tres,…, veinticinco,…, treinta y ocho y:
-Urgencias ¿En qué puedo ayudarle?
-Señorita me estoy desangrando, no sé qué me pasa.
-¿Puede ser un poco más precisa? ¿Qué es exactamente lo que le ocurre?
– No hay nada que precisar, me sale sangre hasta por las orejas. Literalmente.
-¿No podría haber elegido usted otro día para desangrarse?
-Hombre pues… la verdad es que sí, pero mire usted que no lo pensé. Realmente soy una desconsiderada.
-Ya, ya. ¿No puede hacerse algún apaño? Tenemos las urgencias faltas de personal por los recortes presupuestarios en san(t)idad.
-¿Me pongo un tampón en nariz, orejas, vagina y culo? ¿Qué le parece a usted?
– Que si no tiene que salir, fenomenal.
– Pues eso haré. ¿Me puede dar cita algún día? Teniendo en cuenta que siga en pie para la fecha, claro.
La amable señora me dijo que podía acudir en un par de semanas, que el Dr. Amador tendría para entonces un hueco y que me tomase un «Shoganai» entre tanto, rezase tres Padre Nuestro, cinco Ave María y que el Señor se apiadase de mi espíritu.
-¿Un Shogaqué?
-Shoganai, es un comprimido japonés fabricado en Albacete que la ayudará a aceptar lo inevitable y dejar que fluya la vida hacia donde tenga que fluir. Ya verá que si lo prueba es mano de santo.
– Y eso…¿Dónde lo encuentro?
-A la vuelta de la esquina o por Internet, ahora con la tecnología ya se sabe que no exiten fronteras. Le doy cita, no obstante, para el miércoles a las 9 de la mañana, es presencial, necesitamos toquetearla.
-¿Sí? Excelente. Hasta entonces si no me voy antes.
Para olvidar aquel desagradable asunto vesicular y sanguinolento, me lancé sobre las hojas en blanco como para evitar pensar en mi cuerpo deshaciéndose. ¡Qué asquerosidad tan grande!
Escribí…»pienso que el amor es proteger la sensibilidad del otro, crear ternura donde antes hubo miedo», pero pronto las hojas se emborronaron de rojo y ese pasó a ser la tinta de mis escritos que se asemejaban más a un matadero que a un taller literario.
Gota a gota me fui sintiendo más débil, me costaba respirar. Me recosté en la cama a esperar intentando no hacer esfuerzos innecesarios. El mundo se sentía lejano y, si aquello era morir, la apacibilidad de la defunción no estaba tan mal. Me sentía en calma, quizás así era cómo se tenía que dejar de ser. En soledad, así es como vivimos y morimos pese a todo.
Que me sacaron con los pies por delante al cumplirse el sexto día, es mucho decir porque me había convertido en una masa deforme y sanguinolenta, como una placenta gelatinosa que recordaba al blandiblú.
Una niña con dos coletas lo vio todo desde la ventana de mi habitación. Con la pena impresa en el rostro me miró y me dijo: «¿Quieres quedar mañana? Te echo muchísisisisisimo de menos.»
«Claro que sí pequeñaja, iremos a comer helado con muchas porquerías por encima»
Lo poco que costaba ser feliz, sin más, lo que durase el duro o el helado.