Los necromerodeadores 1: El robo de cadáveres con finalidades poco claras.

-¡Ha vuelto a desaparecer uno!, gritó la voz de aguja sin hilo desde lo alto de la tarima reservada a los vendedores de humo propios de la época.

La multitud se congregó a sus pies revolucionada e inquisitiva a partes iguales. Era lunes, día de mercado, y desde hacía más de un año, la desaparición hebdomadaria de cadáveres mantenía tan entretenida como en vilo a la comarca entera. ¿Brujería? Nadie lo sabía. En realidad, nadie quería saberlo. La ignorancia eximía de responsabilidad moral aunque no de autoengaños, pues cada cual atesoraba en su consciencia el deseo de desvinculación con los hechos. Por si la razón anterior no fuera suficiente, los fiambres hurtados no podían considerarse como tal puesto que ¿A quién le pertenecía un muerto? ¿A quién podía importarle lo que hicieran con los cuerpos?

La comidilla del pueblo decidió apodar a los perpetradores de estas sustracciones «Los necromerodeadores», grupo desarmado que se dedicaba a usurparle cadáveres a la noche antes de que el día los engullera a dos metros bajo tierra. Si al alba no habían podido procurarse un recién salido, no tenían más remedio que reciclarlo del camposanto.

Las artes oscuras eran poco claras en sus propósitos y, debido al interés en torno a la cuestión, el clero, claro, hacía la vista zompa cuando se restaban los restos del cementerio. En más ocasiones de las que se pudiera contar, se omitía la obligación de dar parte a las familias de los fallecidos quedando el todo tras un tupido velo de silencio. ¿Quién reclamaría si ojos que no veían, corazón que no sentía? ¿Quién se percataría de la falta de cuerpo bajo la lápida?

Los ojos de Ofelia siempre estuvieron atentos a los detalles. A pesar de contar con tan solo cinco años, la criatura muda de nacimiento, comprendía la realidad desde una percepción inequívoca.Vástago de un asceta desviado y una prostituta reformada arrastrando las medias, Ofelia olía a hartazgo pecaminoso, pecado venial, mas no para la época, especialmente por ser esta exhibida a la luz del sol y no concebida en la sombra. Cabeza de turco, no emitió sonido alguno por no tener qué decirle a una sociedad enferma de ella misma y acusadora de otros. ¡Que mala era la envidia! Especialmente del que se sentía libre de hablar, opinar y concebir pariendo a la luz del día sin necesidad de guardar de puertas para dentro aquello que sentía de cara a la galería. Ofelia, incomprensiblemente temida por sus nada semejantes hermanastros mil leches salidos del mismo coño, no obstante, terminó hablando cuando necesitó hacerlo, ni antes ni después.

Pero Ofelia sería la protagonista de una historia que ocurriría décadas más tarde en Londres.

En su pueblo natal, y en la época que nos ocupa, se rumoreaba que incluso la propia Iglesia dejaba sutiles indicaciones de aquellas tumbas que podían ser profanadas a cambio de paz. Avanzamos al lector algo que ya sabrá por lo evidente que resulta y es que no era la armonía lo que la Santa Institución perseguía.

Algunos testigos habían avistado grandes figuras en la noche de las que salían unas alas, como si de demonios se tratara. Otros hablaban de luces rojas clavadas en aquellas estatuas de más de dos metros. Lo cierto es que cuando se acercaba el momento de la adjudicación cadavérica la comarca entera se recluía en el interior de sus moradas y procuraba no hacer gala de la mórbida curiosidad con la que acostumbraban a depertar al día siguiente. Así era el humano de base, más monstruoso si cabe que aquellos necrófilos cuyos objetivos permanecían en la sombra mas no para todos. Ofelia sabía.

No eran necrófagos, ni monstruos ni ni nis, sino concienzudos eruditos. Sometían los despojos al más detenido estudio para hallar en qué órgano anidaba el amor. Se creía que quien dispusiera del emplazamiento exacto ostentaría el mayor de los poderes sobre la faz de la tierra porque, como se comprobó, por amor habían sido justificados, se perpetraban y seguiría ocurriendo, los más salvajes, sanguinarios y nefandos crímenes del hombre.

Las artes oscuras permanecían en la penumbra y el clero contribuía a que así fuera. Protegía estas autopsias en manos ateas por mor de obtener un mayor beneficio al saber evangelizar más efectivamente, apelando directamente al órgano del amor. Los medios carecían de relevancia en favor de unos fines elevados. A cambio del beneplácito y protección eclesiástica, los investigadores disponían de tranquilidad para hacer aquello que los absorbía. No importaban los fines sino los medios. Y juntáronse el hambre con las ganas de comer.

De estas observaciones se derivaron tres escuelas de pensamiento: los del corazón, los del cerebro y, posteriormente, debido a la irresolución de la cuestión, nació la escuela unificadora del alma cuya resolución se parapetaba bajo el espejismo de haber resuelto el problema habiéndolo desplazado hacía la volatilidad del éter. ¿Dónde residía el alma?

Mañana más…

Los necromerodeadores 2: Necroamantes, narcoamantes, narciamantes. El na(r)cimiento de la falta de emoción.

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