Los necromerodeadores 2: Necroamantes, narcoamantes, narciamantes. El na(r)cimiento de la falta de emoción.

Previously Los necromerodeadores: El robo de cadáveres con finalidades poco claras.

Recordémosle al lector que los necromerodeadores sustraían difuntos de dónde los hubiere con la firme determinación de estudiarlos y la pretensión de dar respuesta a una pregunta milenaria heredada del Reino de los Dioses e implantada en el centro de la consciencia humana como si todo dependiera de nuestra cognición: ¿Dónde y cómo se albergaba el amor? ¿Qué órgano trataba de atesorar aquel bien inmaterial que había causado tanto desgaste en la historia de la humanidad?

De la necroerudición nacieron las tres escuelas de creencia, pensamiento o tendencia: emocional, mental y del alma respectivamente.

Cada una de ellas sostenía que el amor se anidaba en los centros neurálgicos del fallo sistémico del que ellas mismas estaban afectadas. Los emocionales pugnaban por defender al corazón como la máxima autoridad en cuestiones amatorias. El error en este caso era otorgarle un desmesurado protagonismo al centro emotivo convirtiéndolo en la base del amor. Por otra parte, los mentales sostenían que la mente, albergada ella misma en el cerebro, era responsable de la capacidad de amar. En este caso, el defecto residía en el hecho de pensar que la cognición del amor era suficiente para amar.

Finalmente, debido a tan marcada escisión, amanecieron los iluminados que zanjaron la cuestión desplazándola hacia el alma. El amor estaba en el alma, pero ¿Dónde estaba el alma?

Por absurdo que parezca, se toparon con una cuestión de suma relevancia que no había sido investigada previamente pues nunca los sujetos se trataron en vida. Con ella encararon otro desafío milenario: ¿Qué era el amor?

Una palabra tan perseguida, tan anhelada, tan esperada tenía que estar oculta en algún lugar (in)visible. No podía ser de otro modo. Obtuvieron numerosas respuestas, ninguna de ellas concluyente. ¿Habría diferentes maneras de amar?

Se investigaron órganos de todo tipo de seres vivos, especialmente los de los animales de compañía. No faltaron corazones y cerebros de perros fieles ¿Era la fidelidad amor?, de gatos carantoñeros ¿Eran las garatusas sinónimo de amor? La zalamería, el halago, los mimos… Naturalmente los cadáveres no mostraban diferencias significativas internas más que las ligadas a sus condiciones de salud.

Como no hallaban respuesta en los cadáveres, pronto se presentó la necesidad de indagar en los vivos manteniéndose, en paralelo, las investigaciones sobre los muertos. Siguieron desapareciendo cadáveres a la par que empezaron a procurarse sujetos en vida para conocer cómo amaban, cómo eran sus realidades, cuáles eran sus heridas y cuál era el centro de las mismas. Estudiaron el pasado, el presente e hicieron un seguimiento del futuro de los sujetos. Posteriormente, a la hora de sus muertes, eran llevados al laboratorio para ser abiertos en canal.

Se procuraron sujetos de todas las edades y sexos, que para la época binaria tan sólo eran dos: macho y hembra. Dos ejemplares de humano por edad de cero al máximo. Llegaron a los ochenta y cinco y tres meses y medio, una ridícula precisión para cuando el tiempo se contaba a ojo de buen cubero. Dejaron de lado las consideraciones geográficas ya que los ejemplares con los que se podían hacer estaban en las inmediaciones. Pronto se necesitaron más datos, acelerar las investigaciones, pues la ambición de poder de la Iglesia junto con la sed de conocimiento del hombre no comprendían de límites.

Cualquier hijo de vecino podrá imaginar lo que siguió a la imperiosa necesidad del saber. Sí, empezaron a cometerse asesinatos con el objetivo de investigar en el nombre del amor. Los escrúpulos de los crápulas favorecían la ceguera selectiva. «Reza tres Padre Nuestro y dos Ave María».

Ofelía veía la mano negra operando en la oscuridad. Sabía de qué manera los necromerodeadores atraían a sus víctimas, cómo se acercaban y cómo mantenían diversas relaciones al mismo tiempo desde una frialdad inhumana. Estos eruditos manifestaban un amor inexistente hacia los de su misma especie, no podían sentir apego por las mismas víctimas a las que iban a matar. Ofelia llegó a la conclusión de que eran estos estudiosos una abominación nacida a base de siglos de endogamia alexitímica.

La secta fue extendiéndose a un ritmo vertiginoso. Tales cuestiones despertaban el más insano y lucrativo de los intereses. Se creó una orden de necromerodeadores en cada lugar del mundo. Pronto, el planeta entero estuvo infestado de estos seres que perseguían a los vivos para darles la muerte habiéndolos primero exprimido en vida. Absorbían a las personas para estudiar y nutrirse de su amor y luego poder cotejar los órganos en función de su existencia.

Gracias a su perspicacia, Ofelia se marchó a Londres en 1882 y allí, por necesidad, empezó a hablar. Entró como ayudante de limpieza en la comisaría de policía de Whitechapel y tuvo acceso durante seis años a información privilegiada. La secta seguía su curso y ella fue observando cómo la expansión iba pervirtiendo el interés de origen. Los dotes intuitivos de Ofelia así como su capacidad natural para atar cabos, le confirieron una plaza como ayudante del forense, el Dr. Orwell.

La semana que viene veremos uno de los casos más sanguinarios acaecidos en 1888 y no, el caso de Jack el destripador quedaría opacado por el del Asesino Titiritero.

Próxima entrega sábado 27 de mayo.

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