«El único límite es la mente»
Hace incontables eones, en un reino muy lejano llamado Zima Iarnă, vivía Raznaz, un mago disfrazado de flautista en ermitaño de cuyo instrumento salía una melodía muda, ensordecedora o cautivadora en función de quién fuera el oyente. Cada cual escuchaba aquello que anidaba en su corazón, tal era el poder del músico. Tan extraño fenómeno le mereció la curiosidad de sus contemporáneos. El vulgo así como plebeyos en majestad, siendo estos reyes y reinas de territorios propios como adyacentes se congregaban en las faldas de la montaña donde moraba el flautista para asistir maravillados a la rara proeza del mago impostor. Este no se dejó jamás conquistar ni por la alcurnia ni por la fama ni mucho menos por algo tan vulgar como el dinero. Llegó a Zima Iarnă tras pasar un año caminando en busca del frío y la soledad como consecuencia de la muerte del único amor al que había jurado fidelidad hasta su propio fallecimiento.
Decidido a recluirse en la cabaña más alejada del pueblo hasta que la Parca, Doña śmierć, solicitara su compañía, no cejaba en el empeño de alejar a todo el impertinente que se procurara carta blanca para la intromisión en sus asuntos como suele ser lo que se acompaña de demasiado. Manga estrecha era la de Raznaz para con el fisgón inoportuno al cual expedía rápidamente delimitando lo inaceptable que, dicho sea de paso, era inversamente proporcional a la cercanía bajo cualquiera de sus formas.
La evitación nevó copo a copo aislando a Razanaz en las cumbres borrascosas de Zima Iarnă. Quedó esta elusión como la ilusión de ser el único código de conducta válido a pesar de no corresponderle en esencia. Olvidó quién era más allá del frío y de las murallas de la indiferencia. Deseaba no volver a sufrir y sabiéndose singularmente sensible, creyéndose todavía enamorado de Almă, pese a los años transcurridos tras su partida, y obligándose a amarla para cumplir con la única promesa que se mantenía erguida de su anterior vida, se dejó seducir por el hielo al que entregó los vestigios de candor, calor y humanidad como quien hiciera un pacto con el Diablo a cambio de no sentir más. Sin embargo, la insensibilidad no pudo arrebartarle los meandros del alma a los que el frío no atinó por quedar estos prendidos de las melodías en constante creación. La huella de Raznaz se tornaría perenne e imborrable, imprimida en los cantos de las ranas invernales que se transmitirían de generación en generación.
Tampoco quería que nadie sufriera su rechazo, pues de su espejismo y de su contumacia nació la idea de pensarse inadecuado, impropio e indigno de interacción con los de su misma especie.
Aferrándose a Almă como si de una religión se tratase, en realidad se protegía del repudio de otros. Era su arte una magnética fuente de atracción para curisosas mozas núbiles venidas de los cuatro rinconces del reino (y del más allá) ofreciéndose en matrimonio. Sin embargo, bien lo sabía el músico, a pesar de la extraordinaria delicadeza de sus obras, yacía bajo ellas la persona, Raznaz, el humano al desnudo y mucho menos agradable y sugerente que la imagen engañosa que de él se tenía, o aquel era su propio pensamiento.
El flautista representaba las dos caras de una misma moneda. Era el sol y la luna de un reino que vivía instalado en la paz que la muerte otorgaba cuando la lucha se hacía perenne. Resultaba esquivo y gélido como los inviernos que en Zima Iarnă duraban años, o incluso siglos y en los que más de una generación no conoció jamás otra cosa que nieve, niebla y frío. Aunque hambriento por construir puentes emocionales con sus semejantes, sufría de inapetencia crónica y, ya acomodado en la inercia de la inactividad estéril, no movía un dedo por establecer lazos afectivos. Es así como Raznaz desestimó la llamada de intención de las numerosas doncellas venidas de doquier. Su juramento era el sagrario de Almă, su recuerdo y también su refugio. No existiría nunca más en lo que le restaba de existencia nadie que pudiera conquistar su corazón ahora inerte y sin vida, deshumanizado por el fervor de su propietario.
No obstante, un día, cuando este hubo expirado suspirando en silencio, se desveló la flauta mágica en un quejido melancólico. Se allegó hasta la puerta de la cabaña un ser diminuto atraído por aquellos lamentos ensordecedores. Era especialmente en el crepúsculo cuando las composiciones de Raznaz descomponían tripas y conciencias como lo hacen los atardeceres y el óbito del ego.
El ser menguado por el frío dudó una eternidad en llamar a la puerta de pino, pues no quería interrumpir el llanto de la flauta. Finalmente, con el puño y las pocas fuerzas que le quedaban, golpeó la entrada. La melodía cesó de repente.
«¿De quién sería la osadía de arrimarse a esta puerta?», pensó Raznaz.
El flautista se acercó de mala gaita y, haciendo acopio de toda la violencia y agresividad que pudo, la abrió enérgicamente mostrando una mueca dentada que se borró de inmediato al comprobar la apocada figura que se hallaba frente a él. Sorprendido por encontrar aquel ser diminuto en el zaguan de su puerta, enmudecieron sus ganas de morder.
…
Hola.
Fa molt de temps que vaig llegir el conte «La petita venedora de llumins», una història molt trista i molt maca. Per altra banda, la teva història sobre aquest asceta m’ha recordat fortament la història d’en Milarepa, un místic que està considerat un sant al Tibet. Es considera que Milarepa va assolir la il·luminació en una sola vida, aïllant-se a diferents coves a l’Himalaia. Malgrat apartar-se dels humans, es va fer relativament famós i va començar a engrandir-se una llegenda sobre la seva figura. Es deia que tenia poders sobrenaturals, com per exemple volar. El tema de la neu i el fred del teu relat i aquests altres aspectes m’han fet pensar en Milarepa, que va dur una vida duríssima.
Has tocat molt bé al relat aquesta contradicció sobre el sant: per una banda, la seva vocació espiritual, i de l’altra certa inestabilitat o cert dilema que li podia causar el relacionar-se amb les persones encara.
A veure com acaba demà, perquè m’has deixat intrigat. 😀
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Per cert que aquí el teu místic Raznaz és músic i flautista, i resulta que Milarepa va ser també poeta, ja que componia versos o cançons on expressava les seves experiències, la seva joia d’assolir aquesta unitat mística amb la realitat inefable.
A veure si encara t’hauràs inspirat en aquesta figura, ja ja.
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Bones!!!!!!! La veritat és que no sé res de Milarepa! M’he inspirat d’una figura real, un humà. Per que vegis que en realitat tot és un refrito de lo mismo desde que el hombre es hombre. Las figuras, las efigies, todo está inspirado en una realidad. Los arquetipos del Tarot son también estos un intento de recoger lo existente en esencia. Me gusta que ya exista un cuento así del cual no tenga yo ni la más remota idea porque, de nuevo, todos llegamos a la misma cima por caminos diferentes. Gracias por tus comentarios y tus visitas! Como siempre un placer leerte!
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De Milarepa s’ha fet fins i tot una pel·lícula (una 1ª part), està a YouTube (la vaig veure, està bé).
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Aferrarse al invierno es sabio, el frío dibuja mapas en la piel que solo el fuego sabe leer.
Mi asombro para el ser diminuto, la aparición más allá de la nota a pie de página, razón de todo lo anterior. Espero que el frío no deba merecer, pero que sea quien cuenta el cuento su voz.
¡Por cierto! No puedo por menos que aplaudir a rabiar la genialidad de ese comienzo de cuento, el «Hace incontables eones» es, con diferencia, lo mejor que os he leído nunca, como si un Dios entre hombres hubiera tomado posesión de vuestro ser. Y la canción… Me ha sorprendido el buen gusto, lo confieso, por fin una tonada que es de mi gusto.
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Aferrarse al invierno es de muertos de miedo. Una temporada vale, todos lo hemos hecho pero quedarse ahí o quedarse en cualquier sitio es morirse. El hielo se vuelve agua con la temperatura adecuada y el agua es vida. No se puede luchar contra eso, la vida empuja quieras o no. Rechazarla es imposible así que po un lugar u otro, la vida explota.
El comienzo fue un accidente, como casi todo en esta vida. La música también pero estoy de acuerdo contigo, tengo muy buen gusto.
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Somos seres gregarios, pero estando en compañía anhelamos la soledad, y estando en soledad anhelamos la compañía.
Saludos,
J.
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Bueno, el justo equilibrio sería lo suyo. La capacidad de calibrar, de comprender lo que necesitamos y cuándo lo necesitamos así como el comunicarlo a los que nos acompañan. Una cosa tan sencilla que se nos complica de qué maneras! Un saludo!
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