«Quiereme cuando
menos lo merezca,
porque será
cuando más lo
necesite»
– Robert Louis Stevenson–
Me fui de vacaciones sin saber que este período terminaría en algún momento. En su día me mudé para no volver jamás a este apartamento cuyas paredes blancas me devuelven la mísera imagen del vacío existencial.
Empecé a construir un templo hará cosa de un año y porque el suelo que pisaba se tambaleaba tras cada uno de mis pasos. Mi huella convertía todo en lava, una suerte de Rey Midas menos molón y peor parado porque él por lo menos llevaba la abundancia material y yo la liaba parda incendiándolo todo.
Llegué a mi cabaña solitaria perdida en el medio de una isla, abrí ventanas y puertas para ventilar, encendí luces, se hicieron las sombras. Deambulé por los corredores de mente, me perdí en los laberintos del fauno, busqué la Atlántida y los restos del Titanic con el entusiasmo de un niño. Seguí explorando hasta que me di por vencida.
Indagué en mí y tras consultar al oráculo, a los Dioses de la antigüedad y de la modernidad, al tarot y a las runas, decidí abandonar la isla e irme a Mordor. En ruinas acabó todo, obviamente. Saqué la basura, limpié de nuevo, me apresté a «hacer las cosas bien». La volví a liar. Esa es una de las tónicas que no me abandonan, tendré que acostumbrarme y aceptar eso del reflejo y de la patadita cuando el médico te da en la rodilla con un martillo. No se puede evitar la patadita, se puede preveer, observar, pero es naturaleza humana. Sabiendo de la reacción, a cada cual la suya, no habrá más que ser conscientes de ella y no desarrollar emoción alguna para cuando ocurra.
No me siento culpable de liarla, sé que es cosa de la mente y una señal inequívoca de que tengo que salir corriendo. Si pierdo el norte y se instala la desconfianza es porque mis sensores han captado algo y mi intuición NUNCA falla. Puedo no escucharla porque no me interesa, pero ella siempre está presente. Desconfío porque me lo dicta el instinto.
Sea como fuere, ardieron Troya, Roma y el pequeño jardín que con tanto esmero trataba de abonar.
Hay cosas que jamás entenderé y de las cuales yo misma he sido partícipe y esto es que la mendicidad, la indigencia y la supervivencia lleven a no valorar lo que se obtiene cuando se obtiene. Es decir que la carencia opera del modo contrario a lo que cabría suponer. El que pasa hambre toda la vida, cuando se ve poseedor de algo, termina despilfarrando. ¿Cuántos no han sido los ejemplos que nos han llegado de futbolistas que no se comían un torrado en sus países y, al llegar aquí y montarse en el dólar terminaron arruinados porque no supieron gestionar la fortuna? Lo mismo ocurre con otras parcelas en la vida. El que necesita… mal cosa, termina traicionando cuando se ve rodeado en abundancia de aquello que le faltó. Es así, el humano es humano por mucho que queramos no pertenecer a esta especie.
¿Es esto también patadita refleja o simplemente inconsciente reacción por falta de observación o ceguera total?
Ahora que me hago mayor, es una realidad, uno se para mejor a valorar lo que parece tener. Observa más pausadamente y aprecia aquello que tanto ansió, lo trata con cariño, lo cuida, lo cultiva y lo fomenta pensando que si riega y alimenta cada día, todo irá naturalmente bien.
En este caso me fui de vacaciones, unas largas pensando que se trataba de una mudanza al mundo de la abundancia. ¡Qué va! En tierra yerma no crece la hierba. Ahora, de vuelta al hogar, con las maletas todavía sin deshacer porque me da un palazo que no está escrito ponerlo todo en su sitio, me dispongo a plantar la primera semilla en un macetero que hay en mi balcón. Empecemos por eso y ya veremos después.
Voy a arreglar el grifo que pierde, la cisterna del baño también, hay alguna que otra filtración en la estructura… menos mal que tengo todas las herramientas necesarias. Parece una foto de archivo, pero no, es mía.
