«Si no me amas te mataré. Si no me amas haré que me ames. Si no me amas esperaré a que me ames. Si no me amas yo te amaré.»
– Alejandro Jodorowsky –
Habíase estado rumoreando largamente de la última producción de mi autor preferido, Juan Oliva, un jubilado octogenario que dedicaba su tiempo de asueto a crear fantásticas historias de diversa índole y pobladas de sinsentido, enanos, globos, cocodrilos, tiburones, hadas y Guls lecheros entre muchos patos que pedían a gritos migajas de pan duro a unos monos onanistas cuyas manos se hallaban ocupadas en menesteres meneatorios. Juan Oliva guardaba un extraño parecido con el vendedor de varitas mágicas de Harry Potter, el señor Ollivander y no sé si aquello era por su nombre que exacerbaba mi ya de por sí fructífera imaginación o bien porque realmente se le asemejaba en modo alguno.
El jocoso Juan Oliva gustaba de firmar con seudónimos: Juanoli Ballena, Juana O, el Obit.O y Anela Vilo representaban algunos de ellos, seguro que existían muchos más solo que no supe de los mismos ni de sus mimos. Sus relatos estaban poblados de portentosas máscaras de respetable autoridad conformando un baile de aplomo y muerte por el cual las muchachas con poca autoestima suspiraban con el dolor que la estaca de Juan sabía clavar en las entrañas.
Entre ellas me hallaba yo, apocada en mi grandiosidad, siempre mostrando una cara de certeza, firmeza y confianza de la cual me creía carente en mi intimidad más profunda. Necesitaba de la figura del guerrero protector, del callado y enigmático personaje que aguanta la losa de la existencia con admirable estoicismo, de su fortaleza y del evasivo rey que no da su brazo a torcer por honor, del avieso y travieso demonio violador de purezas. La savia que corría por sus venas sabía dar ilusiones tanto como desilusionar y entre una de cal y dos de arena, los lazos de dependencia que anudaba ahorcaban la rutina e inflamaban el deseo y otros órganos.
En el virgo de la cuarentena descubrí sus historias por causalidad del destino y caí en la fantasía de un enamoramiento enfermizo que me mantuvo en vilo durante ciento noventa y seis noches con sus respectivas horas de luz.
Llegó el día de la publicación de la tan esperada obra: «El libro de las sombras» por Juan Oliva Llena. Esta vez había decidido el autor no utilizar apodo desnudándose ante los ojos de sus acólitos dejando presagiar el final de la etapa de cuentista.
Adquirí el libro nada más salir a la venta. Me dirigí a aquella librería en la que un día nació la magia entre libros de tarot, numerología y cuentos infantiles. Deambulé por los pasillos silenciosos inhalando la quietud de aquel templo del saber y rememorando los ojos y los abrazos del que fue mi acompañante. Un eco me hizo machacar los versos de Machado. Masticando cristales, ensangrentada la boca, parí la siguiente par(t)ida apátrida: «Acompañante, no hay compañía, se hace la compañía al acompañar». Solía soliloquiar frenéticamente hasta perderme en estos laberintos mentales que retorcían palabras como alambres hasta alumbrar una lumbre a mi gusto, de ascuas desgastadas de tantas vueltas que había dado.
Observé los lomos implorantes y tristes que aguardaban ser penetrados por la lascivia de las miradas inquiridoras, tomé entre mis manos algunos de ellos mimándolos con la ternura que me nacía desde la médula hasta que, finalmente, el reloj me apremió sacándome de mi ensimismamiento soñador. «¡Qué tía! ¿Cuándo vas a crecer pizpireta?» pensé.
En el mostrador un chico joven y ojizarco que rumiaba dándole vueltas a un chicle me miró quedamente con desazonado silencio y enfurruño. Parecía despoblado de alma como un aparato respiratorio cuyo sistema simpático le obligaba a seguir en vida:
– ¿Qué quieres?, me dijo soplándome de un silbido.
De la misma guisa le aireé la respuesta:
-Tenía reservada la obra «El libro de las sombras» y vengo a buscarla.
El inefable espíritu desfiló removiendo la atmósfera amorfa y pútrida que se había creado entre nosotros. Se mofó de mí con una mueca y morfándose el silencio creí oír un «lamentable» entre dientes. Volvió con el preciado tomo entre el vacío de sus huesos. Pagué y me largué con celeridad como el que huye de la peste, no fuera caso que la pusilanimidad se me adhiriera e hiriera haciéndome errar sin paradero. «Emo gilipollas de hemoglobina cero, pussy ánime, desinflado sin falo, ¿Juventud divino tesoro? ¡Mis cojones!» pensé con sorna.
La indómita esencia de Juan rezumaba entre líneas. Retruécanos, juegos de palabras imposibles de comprender, preguntas sin responder que suspendían el misterio hasta ser la soga de la lógica. Segaba el entendimiento y la guadaña se aprestaba a terminar conmigo. La obra resplandecía pálidamente con los extraños colores de la muerte y su luz mortecina apaciguaba mi agresividad a la vez que alimentaba la neurosis de querer comprender aquel secreto que sus líneas encerraban.
Trataba la historia de un hombre y una mujer que habiéndose enamorado quedaron presos de la incertidumbre y la falta de aliento. La distancia entre ambos no ayudaba a acallar los reclamos de sus cuerpos y permanecían atados el uno al otro desde la esperanza no consumada pero a punto de consumirse. Cuanto más pasaba el tiempo, más frecuentes se hicieron los encontronazos y desajustes. Ella necesitaba darle forma a la inmaterialidad de aquel etéreo amor, él parecía disfrutar grandemente de la volatilidad. Ella imploraba un beso, una caricia, un refugio entre sus brazos. Él asentía reverenciando la belleza de la mujer, mas no se disponía a dar el primer paso hacia ella. Ella perseguía, lloraba hasta el punto de mendigar un suspiro de atención. Él semblaba compungido y atravesado por la culpa de provocar en ella tales incendios de desesperados cánticos, pero por honor no movió un dedo, no la buscó, no la abrazó y de su dolor no se apiadó. Ella enfermó, él la llamó un año tarde, su madre le dijo que había muerto. Él enfermó. Ambos murieron.
Terminé la obra con los cien años de soledad que la acompañaron, la faz cadavérica de la portada quedó tumbada panza abajo sobre mi regazo. Lloré desconsoladamente porque si bien no comprendí nada, quedó en mí la impresión de que se había roto la magia. Devastador panorama, anormalmente normal, normativo, recto, erecto que eructó despachando un embozado recuerdo de añoranza que barruntaba embarrado en la áspera esperanza.
«Juan, una puta mierda de historia en definitiva. Dame algo más, cabrón.»
Las soledades no se acaban ni en cien años, tampoco los libros que cuentan lo incontable.
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Lo inconfesable que en soledad uno se cuenta.
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Jajajaja, hostia y joder, qué manera de sentir la lectura.
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Con dos cojones. Saludos y gracias por comentar!
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