La mujer misteriosa: Bruja, mística, tarotista, ermitaña, curiosa, estrambótica. La indefinición la definía.

Aquella mujer tenía dotes psíquicos. Vivía sola en un pequeño pueblo de la costa. Decían que tenía el extraño don de escudriñar a las personas y pescar las motivaciones reales de cada uno. Lectora de auras, decían. No sabiendo a qué se referían, comprendí que se trataba de una suerte de bruja, una hechicera, una charlatana o vete tú a saber. Se lo oí a la frutera mientras pacientaba en la cola y para mis adentros soplé echando la vista al cielo. Días más tarde, me encontró el rumor entre los pasillos del supermercado. Resoplé de nuevo, mas con cierta inquietud y menos orgullo. A la tercera fue la vencida. Andaba por la calle y desde las puertas de una cafetería me vinieron a buscar las voces: «Es una bruja de las de verdad, su mirada penetra tan adentro que…» Se disolvió en el viento dejándome un recelo que no pude ignorar. Me acerqué y, disculpándome por meterme en la conversación sin ser llamada, movida por la insaciable curiosidad que me caracteriza, pedí una información que me fue dada con devoción y fanatismo. «Cosas de viejas, seguro» pero agendé un encuentro.

Era esta, una mujer de mirada despierta como sobresaltada, atenta a los cambios del entorno, hipervigilante diría incluso. Tenía un aspecto normal, nada en ella dejaba presagiar su particular don. Un detalle, no obstante, llamaba la atención y es que vivía en la más completa soledad, en el silencio más absoluto, en un enjuto y casi diría que doloroso ascetismo. Esta extravagancia, solo perceptible para los que nos aventurábamos a conocerla, resultaba en estupefacción para los que vivíamos en constante impacto externo. El espectáculo podía resultar desolador.

Abrió la puerta y me acogió con una dulce sonrisa abierta de par en par:

-Pasa querida, pasa.

Su casa, de dimensiones diminutas, apenas tenía mobiliario mas no daba la sensación de vacío. Refulgía la luz de una vela dispuesta en el centro de su salón y la luz entraba a borbotones por el amplio ventanal. Me invitó a tomar asiento en un raído sofá y me propuso tomar té que acababa de preparar. Acepté. No tenía ni azúcar, ni leche, ni miel y por ello se disculpó sin el menor atisbo de culpa.

-Lo siento querida, no dispongo de adulterantes. El sabor puro de las cosas es el que debe ser catado.

Tragué una pequeña dosis de aspereza con una mueca que quería ser una sonrisa y no lo logró. Estaba yo poco avezada a tanta realidad de un sorbo. Ella me miraba impasible sin esperar nada de mí. Se hizo el silencio y empecé a sentirme incómoda. Me apremié por producir algún sonido inteligible e inteligente pero las ocurrencias me abandonaron en el peor de los momentos. Supongo que leyó mi desesperación y su voz ocupó el espacio de mis anhelos.

-No hace falta que te fuerces a hablar, no es necesario, quédate en silencio y observa tu propia desazón. No quiero nada de ti, en cambio tú de mí, sí. No lo maquilles, no te servirá. Puedes tratar de engañarme, a mí no me afectan tus motivaciones, serás tú la principal perjudicada.

Recordé aquel pasaje de los hermanos Karamázov donde el ermitaño Zazimov decía:

«No se avergüence tanto de sí mismo, pues solo de ahí procede todo» […] «Quien se miente a sí mismo y cree su propia mentira, llega a no distinguir la verdad ni dentro de él ni a su alrededor por lo que deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los demás. Al no respetar a nadie, deja de amar, y para estar ocupado y distraerse, al carecer de amor, se entrega a las pasiones y a los goces groseros y llega en sus vicios hasta la bestialidad, y todo por las constantes mentiras a la gente y a sí mismo. Quien se miente a sí mismo puede ser el primero en mostrarse ofendido.»

Allí estábamos aquella ermitaña del nuevo siglo y yo. Una captando información afuera desde dentro logrando separar el grano de la paja, la otra proyectando su desasosiego afuera desde sus catacumbas sin saber quién era quién.

Seguí tomando té encontrádome conmigo misma a través de los ojos de ella. Permanecía marmoreamente callada clavándome aquel par de faros que me incomodaban sobremanera. Sostenerle la mirada era un arduo trabajo y la picazón de mi alma me devolvía una angustia inenarrable y desagradable como pocas. Los jadeos internos, imperceptibles para la mayoría no fueron desapercibidos por aquella mujer que comenzó a articular un ralo discurso.

-Querías comprobar. Aquí me tienes. ¿Necesitas o quieres? Esta es tu perdición. A veces las cosas más elementales deben se aceptadas sin que por ello exista un porqué. Sí, puedo. Siempre lo he sabido. Me perdí buscándome hasta que hallé el camino hacia dentro prescindiendo de lo de fuera. Todo ser humano tiene esta capacidad animal solo que muchos ni siquiera son capaces de saber lo que buscan porque el ruido acalla el interior. Vivimos abotargados y sin espacio porque sentimos que el espacio y el silencio son vacíos, mas es todo lo contrario. Solo a través de ellos podemos ver y comprender la realidad. Tú vives tan llena que te sientes vacía. Nada de lo que tienes o crees ser te puede aportar aquello que realmente eres. Puedes remover cielo y tierra, encontrar los más diversos entretenimientos, ninguno de ellos dará tregua a tu necesidad primogénita. Hasta que no te desprendas de ti, no lograrás ser tú.

Le pagué la consulta, pues vendía su tiempo a cambio de palabras. «Una charlatana» me dijeron, «una bruja», «tarotista», «desvergonzada», «arribista»… lo cierto es que nadie me obligó a visitarla. Poca información, por no decir ninguna, había de ella. Tuve que guiarme por el boca a oreja. No anunciaba sus servicios si es que tales servicios existían, cosa que dudo.

Al salir a la calle me sentí más ligera, con el contador a cero. No había comprendido nada de aquel encuentro, algo cambió y nada lo hizo. No volví a ver a aquella mujer, nadie conocía su paradero mas seguía en el mismo sitio.

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