Hice el amor con mi destino antes del amanecer. El rojo fuego nos sorprendió suspirando. A las nubes les salieron los colores, se sonrojaron los algodones y estallaron los mares. Se encendió el sol y la luna se retiró a descansar ya que de tanto faenar a duras penas respiraba.

Nos acostamos una vez más perdidos en la inmensidad del otro. Una extensión inconmensurable de amor se anudó a la tierra. Me brotaron raíces que apresaron amorosamente a mi destino. Este, sin pesadumbre ni miedo, se dejó enmarañar sin engaños. Él sabía y yo no. Una luz brilló tan fuerte que nos cegó y, con mi cabeza sobre su pecho, pude oír los latidos cada vez más pausados de ese grandioso sol resplandeciente y acogedor.

Caí rendida y, por primera vez, descansé, pues mi destino se hallaba a mi vera y yo a la suya. Los astros se alinearon y se apagaron las dudas de la noche.

Al atardecer nació un niño en pleno nihil de luna al que llamaron Nil para recordar que se dio a luz al fuego purificador de sagitario.

No pude contener las lágrimas tras tan bella aparición y no atisbé siquiera a imaginar qué hubiera sentido si en mi vientre se hubiera engendrado y con mi dolor parido. Lo amé, ¿Cómo no amar a una criatura tan indefensa y poderosa? Recogí mi llanto en un paño naranja, color del fuego y del espíritu. Naranja donde la tierra se une con el sol.

Tal fue la magnitud de su aparición que ni la luna osó abrir mínimamente los ojos. La sonrisa se mantuvo callada y solo se le saltaron cuatro lágrimas que quedaron cristalizadas como símbolo de la pureza y de la divinidad.

Un quinto elemento, mi destino, me miraba con la hermosura de la sabiduría ancestral que solo un alma vieja posee. Era conocedor desde el inicio hasta el final de los tiempos. Tuvo la paciencia suficiente para aguardar y verme florecer hasta que terminara de mudarme el traje y, entonces, cuando abandoné el control por completo, me desvistió con esa mano ducha en mí.

Al día siguiente llovieron estrellas.