Cerré los ojos y, al abrirlos, aparecí en 1986. Yo tenía dos años y estaba sola. Mi madre trabajaba, mi padre se había mudado de país para terminar sus estudios. Yo era algo así como un estorbo al cuidado de mis abuelos. Me vi en la guardería llorando, no quería estar allí.
Parpadeé y amanecí un año más tarde, es lo que tiene no controlar los superpoderes, uno estornuda y se va de paseo acrónico. Esta crónica me acompaña en un descompás muy pasado. 1987, Bruselas. Me vi en aquel primer día de escuela en el «bac à sable» donde una niña que no sabía hablar mi idioma, me había arrancado de las manos una pala de color azul. Sophie se llamaba la niña y yo, ahí reivindicando en mi jerga mi posesión. La otra me miraba con ojos como platos. Esa niña no sabía hablar, emitía unos sonidos incomprensibles y me arrebató la jodida pala.
No nos entendimos y nos hicimos mejores amigas pero durante dos semanas yo no comprendía nada de lo que em envolvía. La gente hablaba raro y comía flores, ancas de rana y marranadas del tipo compota de manzana que solían mezclar con unas salchichas inhumanas. ¡Asco! Me quedé en los huesos pero aprendí rápido a cascar. Mi primer trabajo fue el de mediadora entre mis abuelos y el resto del mundo. Ellos ni papa, yo ni mama ni papa. Avi y iaia y de aquella manera.
Cuando mis abuelos estaban en su casa yo andaba de casa en casa y tiro porque me toca. Podría haber sido peor, sí claro, eso lo veo ahora, ahora que soy un proyecto de adulta pero entonces no entendí nada. ¿A quién reclamar amor? A nadie. Así que me enfundé mi necesidad, la metí bajo llave en un bahúl que con sumo cuidado enterré en algún lugar cerca del corazón. Perdí la llave a propósito, no fuera caso que se abriera la caja de Pandora y se liara Parda.
Sí, con tres añitos aprendí a no necesitar, a evitar sentir, a eludir el dolor, el sufrimiento, la dependencia.
Me retorcí de dolor al verme allí pequeña como un átomo, como una pelota de ping pong, una canica dando vueltas como una peonza. Desubicada, perdida, desarraigada, casi huérfana. Sentí una patada en el corazón y volví al 2024. Una mano amiga se me posaba en la espalda, era grande, suave y segura. Ya no me daba miedo esa mano, no, no me daba más miedo. Algo había cambiado en mí.
Volvía a tener 39 años y me asía una diminuta manita regordeta. Miré hacia abajo y vi a un niña con dos coletas, peto de jardinero, camisa a cuadros que llevaba un gatito de peluche en su mano izquierda mientras la derecha tomaba la mía con fuerza. Me había convertido en mamá en cuestión de minutos. Era una sensación preciosa y lloré de alegría. Era mamá y ahora era responsable del bienestar de aquella peonza graciosa que me miraba con ojos asustadizos.
-¿Dónde está papá? me dijo con la boca pequeña
La miré de vuelta sintiendo el amor reventándome el pecho. Le sonreí, me arrodillé y tomándola entre mis brazos le dije: «te quiero, te quiero, te quiero». No sabía cómo se podía amar tanto a nadie. Rompí a llorar.
Tan del corazón. Me encantó. Saludos.
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Gracias Berto. Saludos!
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¡Qué bonito…! 👌🤗
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Gracias Antonio. Abrazo.
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😍♥️♥️
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Aquesta mirada diu moltes i moltes coses…
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Moltes moltes… Ha quedat per la vida.
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«cascar» otra palabra de mi tierra y de mi infancia me vuelves a catapultar al pasado. No, con tres añitos no se aprende a no necesitar, a esa edad se soporta la ausencia porque los niños tienen siempre altas capacidades, o ángeles de la guarda como castillos. Conozco esa situación de ausencia, mi hermano, que es justo un año menor que yo, nacimos el mismo día pero con un año de diferencia, se enfermó con dos y mi madre estuvo un largo periodo con él en el hospital, yo con tres me quedé al cuidado de mi abuela y recuerdo llegar a mi madre del hospital con un poncho muy bonito, por un ratito y luego irse. Yo la echaba mucho de menos pero tu sabes, se sobrevive porque no hay mas remedio. Eres una mamá estupenda, Montse. Abrazos, muchos.
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Hermoso 💕
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Me ha encantado🌞
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