Érase una vez una niña muy pequeña llamada María. Antes de que las ciudades engulleran a los pueblos y estos quedaran deshabitados, mucho antes de que la tecnología se hiciera con la producción en cadena y la fuerza de trabajo se viera deslocalizada al este, había un empleo cuyos vestigios permanecen todavía a modo de recuerdo sobre los orígenes humildes de la humanidad: el de pastor.
María no tenía una edad determinada, contaba entre ocho y diez años. Era la menor de un tropel de hermanos por ello la hija olvidada que aprendió a espabilarse sola desde su más tierna infancia. María sacaba a las ovejas cada mañana y cada tarde y con ella llevaba una zamarra, una gayata y un zurrón con pan y queso para pasar la jornada.
Los dos perros pastores que la acompañaban se llamaban E y A y más que mascotas se les consideraba enseres de trabajo. María los quería mucho igualmente aunque no eran compañeros, sino colegas. En aquella época tener una caterva de hijos no significaba bocas que alimentar, sino manos que contribuían al trabajo de campo. Nuestras mentes urbanitas no pueden atisbar siquiera un hilo de lo que la vida rupestre implica y por ello, en muchas ocasiones, tantas personas desean abandonar las ciudades e irse a cultivar patatas al campo, poco saben ellos del jornal de sol a sol tanto en el frío cortante del invierno como bajo el sol abrasador del verano. La romantización del que no pasa necesidad física.
Estaba María a punto de hincarle el diente a su cacho de pan cuando apareció una anciana ataviada con una raída capa que le confería una harapienta y maloliente apariencia. La vieja tomó aire y le pidió a María su comida.
-Zagala, llevo tres días sin probar bocado. Estos viejos huesos ya no me aguantan y el hambre más lista de lo que se pudiera imaginar, acecha, persigue y derriba. ¿Podría pedirte un poco de tu tentempié?
-Oh señora, por favor, se lo doy todo. Coma, coma y recupérese.
A la vieja se le iluminaron las arrugas y llenáronsele los ojos de agua. A María se le retorcieron las tripas, pues esta era su única comida diaria y un caldo blanco por las noches. La anciana lo necesitaba más que ella así que no tuvo reparos en darle su comida.
Al día siguiente, otro tanto de lo mismo ocurrió. María, A y E habían conducido al rebaño un poco más cerca del río y las ovejas se abrevaban y pacían apaciblemente al más puro estilo ovejuno, como si nada fuera con ellas.
A la que María sacó el mendrugo de pan y el queso de su zurrón, apareció de nuevo el andrajoso personaje mendigando comida. María, invadida por una conmiseración infinita, le ofreció de nuevo su propia comida sin por ello decírselo a la vieja.
-Coma, coma señora y apacigüe su hambre.
La zagalita volvió a quedarse sin su ración y con el estómago rugiendo y metido hacia dentro, hizo corazón de ese gruñido y lo transformó en amor incondicional incluso hacia ese ser sucio, viejo y apestoso.
Al tercer día, nuevamente a la hora de hincarle el diente, por fín, a su pan seco que le parecía por entonces lo más sabroso del planeta, se le apareció la anciana con la misma cantinela. María, recalcitrante esta vez, sufriendo más que de un hambre atroz de una necesidad corporal, ofreció a regañadientes su pan y su queso a la vieja. Sin embargo, esta vez, la anciana le dijo:
-María, zagalita, sé de dónde vienes, sé cual es tu situación familiar y aún así has ofrecido tu único sustento a una vieja moribunda como yo. Esta tarde, al regresar a casa, toda tu vida habrá cambiado y tu familia y tú no volveréis a pasar hambre nunca más.
María se quedó boquiabierta y con los ojos como naranjas volvió paulatinamente a la choza familiar. Mas en aquel lugar no vio choza alguna, sino una hermosa granja. Al oír los cencerros de las ovejas sus hermanos salieron a su encuentro. La jauría se acercaba a ella como un pelotón de bramidos
-María, María mira mira miraaaaaaa. No te lo vas a creer. Entra en casa!!!!!
María metió el rebaño en el redil y entró en casa. Todo era nuevo y la cocina rebosaba de manjares de todo tipo. Cuando se hubieron terminado las galletas del pote, aparecieron más. Aquello era inacabable, siempre había comida para todos, sin medida, sin carencia por siempre jamás.
A las puertas de la casa apareció la anciana, ya no harapienta sino hermosamente ataviada.
-María, te dije que no pasarías más hambre. Me diste lo que no tenías y así el universo te lo devuelve. A pesar de vivir en la carencia de lo esencial, eras abundante y tu inmenso corazón se alimentaba de amor al prójimo. Ahora no temas por el hambre, tu estómago no volverá a rugir en lo que te quede de vida. Sé libre.
Sanando el linaje. Este es uno de los dos cuentos que mi abuela Sisqui me contaba para entretenerme. El próximo día será el del pececito Miguel que nos acompañaba a lo largo del río…
☺♥️
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Lo he leído con un poco de susto porque me esperaba la mísera casa en llamas y la familia asesinada… Nunca me he fiado de los personajes que aparecen de la nada para pedir comida… ¿Sabes?, pasé muchos ratos de mi infancia y adolescencia con un pastor, de cabras para más datos, no he conocido una persona más bruta en mi vida… pero buena gente, eso sí… no sé a qué venía esto, perdona, ya sabes que soy de tirar del hilo y acabar sin vestido 😉
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Bueno, se lo inventó mi abuela… Jajajjaa. Sin vestido no te quedes que hace frío! Abrazo
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Hola Montserrat.
Más que sobre la abundancia, tu cuento es sobre compartir con quien menos tiene. ¡Viejos cuentos que nos enseñaban los viejos y sabios valores de toda la vida!
Un abrazo. Marlen
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Gracias Marlen. Creo que mi abuela se lo inventaba todo para que me callara, ja ja ja! En fin, si lo pongo por escrito me reconcilio con el linaje! Un abrazo!
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Me gusta mucho la palabra «zagal/a» es como se les llama a los niños y niñas en mi tierra. Me devuelve a la infancia. Además de niña fue con mi abuelo pastorcilla, me pasaba los días enteros, comiendo y echando la siesta al raso, llevando un rebaño de ovejas y cabras por cañadas y cerros. Creo que mi amor por la naturaleza y el campo me viene de aquella primera infancia. Mi primer amor también fue mi abuelo, un hombre muy callado, con el que yo jugaba como si fuera yo fuera un niño. Lo adoraba. Hace algunas semanas vi una película que para mí fue de terror, «Un amor», de Isabel Coixet, uno de los temas era la dureza, la crueldad y yo digo, no de la vida rural, sino de las personas en un contexto rural, o al menos así lo interpreté yo. Una película, por otra parte, estupenda porque la critica, tanto de los lugareños como de los urbanistas afincados en el pueblo no es en blanco y negro. La protagonista está traduciendo a Simone Weil, la filósofa mística, en cierta manera se le parece, físicamente y en la actitud. Por ahí también va la crítica, a ese querer hermanarse con el dolor, con el sufrimiento para comprender. Muy bueno tu cuento, no lo conocía. Si que conozco una versión diferente pero con el mismo mensaje: «Die Sterntaler», uno de los cuentos populares recopilados por los Hermanos Grimm. Disculpa que como de costumbre me haya ido por las ramas pero es que me has evocado todas estas cosas. Mil y un besos, Algodoncito, un placer leerte, gracias por compartir sabiduría y linaje.
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🤗
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