La semilla de Eurípides: La simiente de Galatea. Divina poesía, Grecia antigua, pictogramas mayas desde el más allá.

Preguntó qué éramos y el Universo respondió con un pictograma. Éramos como una semilla germinada siendo recibida en un cuenco. Éramos como un jeroglífico, un juego, una adivinanza. Éramos dos pájaros volando en una misma dirección. Florecíamos cada día con un nuevo amanecer y aquella hoz no segaba vidas, sino karmas. El arcano número trece pasó sin dejar rastrojo en pie. Una nueva aurora en cuya concavidad debía crecer la simiente en espiral, como el ojo de un tifón destinado a engullir y dar vida a la par.

Pregunté qué éramos y el Universo me respondió con dos nombres: Eurípides y Galatea.
Un poeta de la antigua Grecia y una nereida, diosa menor y ninfa del mediterráneo. Montada en un delfín protegía a los marineros durante sus largas travesías.

En la piel de una gota vi el cuenco rebosante de paciencia, una travesía sin zozobra en un mar en calma. Todo era sencillo mientras un armonioso paso lento y seguro me armaba de una estabilidad amable y acogedora. Su comprensión me llenaba los ojos de lágrimas, pero las semidiosas no lloran, así que me sorbía las ganas pa’dentro y pasaba la página de la sensiblería. Él me enseñaba el respeto desde el respeto mientras que yo, sin saberlo, lo sanaba de una creencia de la que ni siquiera él era consciente. Quizás fuera como ese Pigmalión que veía defectos en todas las mujeres y decidió esculpir a Galatea.

Disponíamos de una biblioteca entera para nosotros y deambulábamos por los corredores de aquellos registros desbordantes de datos. Lo más divertido era tratar de averiguar qué diantres hacíamos el uno en la vida del otro y, sin vergüenza ni ocultación alguna, consultábamos y compartíamos los resultados de nuestras pesquisas en la quinta dimensión. Nos faltaba el mismo tornillo y lo mejor de todo es que nos hacíamos partícipes mutuamente de los hallazgos más locos sin tener la mínima sensación de ser juzgados.

Estaba segura que no era karma porque no me tiraba de ninguna costura, ni me apretaba el traje por parte alguna. Lo sabía todo (y más) de mí y no metió ni medio dedo en la llaga. Su integridad era genuina, tan honesto que sorprendía y, sin embargo, no hería. Sabía leerme sin echarse las manos a la cabeza y a mi cuerpo le gustaba tenerlo cerca. La energía que manaba de él era rosa y violeta, cálida y suave, dulce sin empalagar. No era necesidad, sino deleite. Incluso cuando no estaba cerca sentía su presencia y, de haberse despedido de mí sin razón alguna, sé que me hubiera enfundado una dignidad nunca antes vestida.

Había aprendido a vivir sola y él era la guinda del pastel más que un trozo de tarta.

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