El asesino de los besos: Serial-kisser, en busca de vinculación.

Eduardo era el primogénito de una familia de bien como suele decirse. Papá y mamá tenían profesiones respetables, estudios universitarios fruto del esfuerzo tan loado en el siglo pasado. Papá y mamá se habían conocido a la tierna edad de quince años, un dúo muy dinámico que no dejaría de ser dúo hasta que la muerte los separara. Así eran las cosas en aquella familia.

Eduardo tuvo una infancia normal, estándar con sus desviaciones estadísticas típicas, tópicas y atópicas. No le faltó de nada material. Quería y así se hacía su voluntad, mas Eduardo necesitaba algo que no se compraba con dinero y esto era el cariño y la disponibilidad emocional de ambos progenitores demasiado pendientes de sus respectivas carreras para que a Eduardo no le faltara de nada. Mira tú por dónde, empecinados en abastecer al niño, ignoraron aquello que realmente importaba: el cariño incondicional de mamá, su sonrisa, su tacto cálido, su arrumaco y ese pecho acogedor que solo una madre posee. De papá le faltaron los límites para enfrentarse al mundo, pues el hombre, ausente, relegó al niño a su tiempo libre que era más bien inexistente.

Mamá era demasiado inestable emocionalmente. A veces estaba contenta y, de repente, se incendiaba de ira sin saberse muy bien el motivo. Papá se quejaba a sus espaldas, pero nunca le puso freno al desenfreno egoico. Eduardo no soportaba la tensión que reinaba en el ambiente cuando su madre se enfurecía y, como medida de protección, se hacía muy pequeño tratando de pasar desapercibido para que no lo vieran y le cayera algún comentario vejatorio. La madre de Eduardo tenía la mecha de la paciencia tan corta como el rabo de una boina y bien sabía el niño que cuando el horno no estaba para bollos, lo mejor era levitar y desaparecer.

Eduardo aprendió a no necesitar cariño desconectando del cuerpo. ¿Cómo? Haciendo cosas, moviéndose de un lado para otro sin llegar a sentir el peso de la necesidad. Le nació un automatismo fruto de remeter y replegar las bajas necesidades: rascar las prendas de algodón. Una salida a la ansiedad era el movimiento compulsivo de su uña contra los tejidos, especialmente contra las sábanas de cama. Para estar seguro de no perder el chupete, aprendió a reemplazarlo por su pulgar izquierdo así lo llevaría incorporado. En su cuerpo se anidó la desconfianza que trató de compensar con el impulso de la patada hacia delante, un reflejo sin reflexión que le ahorraba el uso de toda lógica. Su cuerpo pedía instintivamente y él obedecía a ese interminable cáliz de fuego interno.

Con el tiempo, Eduardo se fue convirtiendo en un hombre o su análogo porque en el fondo del continente, el contenido seguía siendo el orín de un niño disfrazado de adulto que sentía que la vida era demasiado dura para seguir pataleando hacia el frente. Para evitar perderse en «aquellos maravillosos años» renegó de papá y de mamá y fue suplantando las figuras de ambos rodeándose de personas que representaban dichos papeles.

Su primera novia, Manuela, se inició como amiga, luego pasó a palabras mayores y finalmente terminó en magreos varios, mentiras vestidas de seda, intenciones sin atenciones y descarte por preferencia de terceros. Fueron, se fueron, volvieron, vinieron, pero no vencieron. Cosas de la juventud y la liquidez de los valores que deja una orilla acobardada, apocada y abocada a la desaparición.

En uno de los múltiples interludios, a Eduardo se le despertó una pasión inusitada a la que no podía dar salida de lo salida que estaba. Una posesividad a ultranza. Necesidad de amarrar al prójimo para que no le abandonaran nunca más.

Rosa fue su primera víctima. Eduardo la besó desatándose el arrebato amorfo de la pasión. La besó, la besó tan fuerte que le arrancó la lengua de cuajo y la chavalita se ahogó con su trozo de carne. Quedó en el lenguaje popular «comerle la boca» pues aquello fue lo que ocurrió realmente. Eduardo no se dio cuenta de su acto hasta pasada la medianoche cuando, al llegar a su coche vio la sangre de la víctima alrededor de su boca. A pesar de que Rosa había caído de rodillas inconsciente, Eduardo interpretó que estaba fingiendo porque las chicas hacen esto para manipular a los hombres: fingir, eso era lo que mamá solía decir.

«Autofagia» lo llamaron en el informe forense. Rosa tenía cardenales alrededor del cuello y en el contorno de la muñecas, pero nadie dio con la causa y se dejó como expediente x.

Tras ese primer beso de muerte, muchas otras víctimas se sucedieron. Victoria, Juana, Antonia, Justina, Adelaida, Marisa, hasta un total de 50 mujeres halladas muertas sin lengua. Eduardo llegó a convertirse en «El asesino de los besos», en EEUU se tradujo como «Serial-Kisser». Desde Bin Laden nadie había logrado causar semejante revuelo. Se le puso precio sin desprecio a la cabeza de Eduardo.

Al mismo tiempo que estos acontecimientos tenían al planeta entero en vilo, entró en el monasterio de la montaña de Montserrat un joven seminarista que juraba fustigarse cada noche al caer el sol así fuera invierno, primavera verano u otoño. Se infligía largos periodos de ayuno como manera de purificar su alma y se entregaba con devoción a Dios. Era de la vieja escuela y ni el Papa de Roma lo igualaba en fervor religioso. No disponía de documentación y entró en peregrinación a cuatro patas con las rodillas desolladas por la subida al monte.

Besó la mano de la virgen negra y rompió a llorar como el cielo a llover. Se hundió la tierra bajo sus pies y sintió que no había arrebato alguno ante la figura de la moreneta.

Los asesinatos cesaron, el monje se arrancó la lengua y se cortó el miembro viril como muestra de arrepentimiento. De él nadie más nacería, en él terminaba el linaje de dolor y sufrimiento.

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