La puerta del final del pasillo (1): Un cuento espeluznante sobre esos portales que nunca se abrieron hasta que un vendaval de furia se atrevió a empujarlos.

No sé por qué, pero la puerta del final del pasillo que llevaba décadas cerrada a cal y canto un buen día se entreabrió como exhortándome a meter las narices donde nunca antes imaginé que lo haría. Aquella puerta, la muy condenada que, dichosa ella y con no poco orgullo, tanta curiosidad y recelo me había causado simplemente con su presencia. «¡No te acerques a la puerta!» me avisaba mi mente, ¡Qué mentirosa!. Esa voz que con su coz removía el interior de cualquier estancia, solía presidir el consejo de sabios de mi embuste. «¿Y por qué no?» respondía con descaro la sinvergüenza de mi otra yo también conocida como Fulana, «la deslenguá». Estaba Mengana, impertinente y atrevida a doble vertiente, que sin tiento me empujaba a acercarme. Sintiendo horror y estremecimiento cual brotes epilépticos, retrocedía el doble de la distancia de lo que había progresado. Así, sucesivamente, fueron pasando los años con idas de oda y venidas de hiel sin llegar a ninguna parte mientras se me erizaba la piel.

De un arrebato desacertado, Mengana, movida por una inenarrable urgencia de conocimiento, me arrimaba a aquella puerta que se iba desvencijando con el goteo de los años y se estropeaba a medida que soplaba el tiempo y pasaban las páginas del diario cuyas líneas fui obligada a borrar por imposición dictatorial de mi querida madre. Mi lengua era y sigue siendo tan sucia como estropajosa, inadecuada para una señorita de alto copete. Linajuda soy, mas de sangre y alma oscuras. Sentía que había heredado la fuerza y la rabia del toro, el encabronamiento perenne del macho cabrío y el veneno del escorpión. Donde otros me vieron como algodón de azúcar, a mí me azuzaba el pendón de la Mengana para que de un follón abriera la oclusión de aquella puerta del copón.

Un día me recordó mi madre que me tuvieron que sacar a hostias de su vientre porque tenía el canal estrecho y a mí no me salía del alma asomar ni un ápice la nariz por aquella rendija expuesta de par en par. Hasta en el día de mi alumbramiento pugné con una inusitada resistencia por no caminar hacia la luz. Lo mío era la oscuridad. Morí de un lado y nací del otro, como todos. Abandoné lo etéreo y encarné en un amasijo de carne de cuatro kilos que mi madre tuvo a mal parir. Partir nueces con el culo es como escapar al destino, casi imposible. Leí a un señor muy intelectual que aseguraba que el libre albedrío es una falacia de la falocracia que nos comemos doblada y pensamos que somos artífices de nuestra vida. No lo sabremos nunca o, cuando lo sepamos, será demasiado tarde aunque nunca es tarde si la picha es buena.

«Camina hacia la luz» serán probablemente las últimas palabras que oiga en este plano o ni siquiera eso, sencillamente mi consciencia estará tan humildemente engrandecida que no hará falta dictarle los pasos a tomar. Lo sabrá porque es lo natural y todos lo sabemos, pero de las certezas más obvias nos enseñaron a huir. Aprendí que la verdad nunca está fuera, sino dentro de cada cual y que por lo tanto no existe lo absoluto sino lo particular.

Algún secreto de tamaña magnitud debía de albergar seguro aquella puerta. Porque sí, ¡Vengo a hablar de mi puerta, cojones! Nunca vi a nadie traspasando siquiera el umbral de la antesala en la que yo me aventuraba con un desbarajuste de miedo y rabia Fulana y Mengana, la locas de la casa tocando la pandereta mientras a mí me temblaban las piernas, el corazón se desbocaba y sentía cristalizarse el pavor en mi pecho. Era como si nadie se percatara de la jodida puerta, como si a nadie le importara un pimiento y para mí aquello fuera el ojo del huracán de mi barullo existencial.

Su presencia me siguió horrorizando especialmente por las noches. Al caer el sol, me asolaba el llanto y la nostalgia me envolvía como si el final del día fuera una suerte de muerte prematura. Me invadía un inexplicable temor a la oscuridad, como si detrás del quicio aguardara una inmensidad tenebrosa. Dicho espanto me acompañaría por el resto de mi vida. Nacía en aquella puerta, pero se desbordó hasta atañer lo circundante y lo de más allá.

Para no sentir la humillación de la cagona que era, rebauticé el canguelo, hice la vista gruesa y tiré una tupida cortina de humo. Coloqué ladrillos, hormigón y argamasa. El miedo quedó protegido e inaccesible ni siquiera para mí misma. «¿Yo, miedo?» decía Mengana pavoneándose. «¡Ja! ¡Yo puedo con todo y con todos! El miedo es de maricas.» Fulana la reprendía: «Cállate, cacho carne, ahora se no echará encima toda la liga LGTBIYZX+++, cago en to'». No pasó nada, ni ligas ni certámenes. No vendí ni un jodido libro, pero para entonces ya me la sudaba por delante y por detrás. Había desistido de convertirme en escritora leída, era escritora desleída por el lavaje del tiempo. «Moriremos de todos modos y si el éxito viene postmortem, ya me dirás tú la desgracia». A Mengana no le gustaba perder y automáticamente se alejaba de gilipolleces del tipo «Lo importante es participar».

Continuará la historia de la puerta, porque lo importante es lo que hallé detrás de su descomposición…

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7 comentarios en “La puerta del final del pasillo (1): Un cuento espeluznante sobre esos portales que nunca se abrieron hasta que un vendaval de furia se atrevió a empujarlos.

  1. Avatar de JascNet
    JascNet dice:

    La siempre sugestiva e incontrolable atracción de lo prohibido.

    ¿Cuántas puertas se habrán atrevido a plantarnos retos en nuestra vida? ¿Cuántas habremos sido capaces de cruzar? Supongo que muchas, sin darnos cuenta.

    Quedo expectante ante lo que ocurrirá con la tuya. Voy a leer el segundo capítulo, que voy con retraso y ya está en el aire.

    Abrazo grande, Montse

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