Volvió a su pueblo embarazada del segundo y con uno de cinco años prendido de la mano. La ciudad le quedaba grande y se volvió despiadada. Resultaba demasiado solitaria y aislante para una mujer dejada en el olvido. No tenía a nadie que la pudiera ayudar con los niños. Él se había marchado, dicen las malas lenguas que con otra. Cuando le venía en gana desaparecía dejándola sola y abandonada y así siguió ocurriendo durante lo que duró el matrimonio, esto fue toda la vida. Antes se creía a pies juntillas en el rezo «hasta que la muerte os separe». Y realmente hasta que la parca segara sus vidas permanecieron «juntos» en la salud, en la enfermedad, en la más pura desgracia y hasta en la deshonra.
Ella era sumisa como un tímido haz de luz atenuado por la hojarasca muerta. Nunca fue una mujer hermosa, al menos eso es lo que le cuentan a mis ojos las fotografías que le sobreviven, pero era, sin lugar a dudas, un incipiente rayo de sol primaveral que calentaba el corazón. Como su nombre indicaba, era un faro para el marinero extraviado en las tinieblas que conducía a puerto seguro. Era la suya una alma cándida y benevolente, siempre al servicio, dispuesta a todo por su familia y, como tal, cayó en el olvido de sí misma. Pasó desapercibida, a la sombra de los demás y a la luz de mis recientes descubrimientos, creo que heredé mucho, muchísimo más de ella que de la otra a pesar de las apariencias. Quizás ambas fueron las dos caras de la misma moneda. Quizás sufrieron por igual en manifestaciones muy diferentes. No lo sé, tampoco importa.
Se casó con su primo porque en aquella época, en los años cuarenta del pasado siglo, la España profunda era ruda y en los pueblos la consanguinidad era el pan nuestro de cada día, que se lo digan a Carlos II. Así los primos contraían matrimonio. Las mismas malas lenguas incidieron incrédulas en que ella estuvo enamorada de su marido hasta que murió en el olvido de sí misma. Desconozco su realidad y tan solo me limito a transcribir las habladurías bífidas que llegaron a estos oídos sordos y lo que unos ojos ciegos de niña pudieron percibir.
Desconozco las fechas precisas, en cualquier caso son irrelevantes. La pareja dejó su pueblo natal y se instaló en la ciudad. Allí concibieron a su primogénito. Ella apenas sabía leer, pero cosía. Me enseñó a utilizar la máquina de coser que tanto me apasionaba. Me enseñó ganchillo y a utilizar las agujas y la lana. Por desgracia, nací sin una pizca de paciencia y enviaba al garete todo aquello que requiriese una brizna de la misma. Entendí que el cultivo de la perseverancia sin objetivo alguno era mera resignación. Ahora no sé lo que opino.
Ella siempre me miraba con sus ojos opalinos, repletos de ternura y con el trazo difuminado de una cierta ausencia. La recuerdo dócil, mansa y tierna. Miro su fotografía y no puedo evitar sentir lástima y compasión por aquella que tanto me quiso. Era la bondad personificada aunque, desde una perspectiva egoica, se podría decir que de su propio olvido extraía su beneficio. No sé, me cuesta pensar en estos términos en lo que a ella se refiere. Lo hizo lo mejor que supo con sus evidentes limitaciones.
Él, hacía su voluntad tanto dentro como fuera del hogar. Consumaron el matrimonio cumpliendo con los deberes conyugales y, como relata el principio de esta historia, con uno de la mano y el segundo en camino, sin más ayuda que la suya propia, volvió a su lugar de proveniencia cuando él decidió desaparecer. Si se fue solo o con otra no nos incumbre y vamos a dejar abierto el interrogante otorgando el beneficio de la duda sobre si fue la más tetuda, huesuda o sesuda la que se llevó el gato al agua. El caso es que ella dio a luz mientras el primogénito fue hospedado unos días en casa de unos familiares cuya caterva de hijos representaba demasiadas bocas que alimentar.
Habiendo traído al pequeño al mundo, presa de una depresión post-parto de tres pares de cojones, su propia madre se desprendió del pequeño dándolo en adopción en el hospicio. En aquella época se perdieron muchos niños en los hospitales. Recién nacidos presuntamente muertos que, en realidad, fueron vendidos por el clero a familias adineradas que no podían concebir. Los bautizaron como «los niños perdidos del franquismo».
La depresión la condujo al hospital psiquiátrico donde recibió terapia de electroshock tan de moda por aquellos entonces. Leyendo la triste historia de Sylvia Plath en su «Campana de cristal» me trajo a la memoria la triste historia de esta maravillosa mujer que anduvo con mucha pena y sin ninguna gloria por su vida. Cuentan las mismas malas lenguas que cada vez que tocaba terapia, las pacientes trataban de esconderse para que no las hallaran y las chisparan como si de locas se tratara.
Cuando el marido se hartó de inflarse a lo que fuese, volvió con ella. Naturalmente, la cándida mujer lo perdonó, ¿Qué es lo que tenía que perdonar?
Regresaron a la ciudad con el primogénito y, al cabo de un tiempo prudencial, apareció el tercer hijo fruto del matrimonio. Un niño con muchos problemas de visión que temían que se quedara ciego. Los ojos azules del niño le fueron inservibles al principio, pero poco a poco, se le aclaró la vista. ¿Acaso el niño nació sabiendo algo que no quería ver y que nunca quiso ver en su vida? ¿Acaso vio algo que le causó un trauma para el resto de su existencia y lo desconectó de su centro emocional?
Solo le conocí la rabia, la cólera, el empecinamiento, el arduo trabajo y una fidelidad jamás vista en nadie. Con el tiempo cierta mansedumbre se fue apoderando de él. Su madre murió de una enfermedad de la que por aquellos entonces y por estos ahoras poco se conoce. No se sabe si la ausencia que se desprendía de su persona se debió a los reiterados electroshocks recibidos o bien a su carácter. La enfermedad del olvido quizás fuera la mezcla de ambos o bien nada de lo anterior.
Lo único que sé es que es esta una de tantas historias que ocurrieron y que, al traerla a la luz, encuentra una cierta forma de reconocimiento y, por lo tanto de liberación. Importa que esté plasmada para todas aquellas mujeres que sufrieron las atrocidades de su época, les quitaron la voz, las despojaron del Ser. Gracias a ellas, estamos nosotras aquí y ahora.
Cuanto callaron,cuanto aguantaron.❤
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Hola, Montse.
Tristes tiempos que algunos se empeñan en querer regresar.
Todos tuvimos madres (puede que hermanas, hijas, sobrinas) y si este relato no te llega al alma es que no la tienes, ni corazón.
Nos quieren quitar la memoria, además de los derechos, y a las mujeres todo el camino recorrido (sufrido) y si no entiendes de estos sufrimientos, da igual el género, es que no eres persona.
Vuelves a contarnos Historia (con mayúsculas), pero muy distinta a la que se aprende en la escuela, a nuestro pesar, pero esta es la que tenemos que recordar y escuchar muchas veces para poder avanzar y no repetir los errores de nuestros «padres» (sobre todo en masculino).
¡Cuánto nos queda por avanzar! ¿Cuándo dejaremos de retroceder?
Muchas gracias por este relato, amiga. Te abre el corazón y la mente.
Abrazo grande.
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Aquí, después de leerte, emocionada, muchas gracias por compartirlo. Tengo otro libro que quizás te interese, te paso el título en cuanto lo lea y vea si merece la pena, me llega el lunes; lo tenía pendiente y me lo recordaste. Abrazos.
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