Rita era figuradamente compleja y de forzada simplicidad. Eva parecía llana y extensa. ¿Se podía ser vasto y sencillo? ¿Infinitamente elemental?
Ambas eran madres e hijas de todo y mujeres de nadie. Causa de miseria y alegría al unísono por las ganas de pertenecer a otro más allá de una. Pertenecer no significaba ser de la propiedad, sino corresponder en alma. Una voracidad no consumida que las turbaba tanto de noche como de día.
Las retorcidas preguntas de Rita hallaban respiro en la clarividencia de Eva. Eva no sentía grandes planteamientos existenciales, era humanamente feliz con el ser en el ahora a pesar de que, las cuestiones insalvables de Rita ofrecían una ventana de asombro ante una complejidad artificial y tosca sensible ante la presión del exceso.
Rita trazaba rutas salvajes hacia las vorágines internas que succionaban la levedad del ser volviéndola tan grave como insoportable. Existir se tornaba en un imposible. Se denodaba entonces en infructuosas tentativas de nadar hacia la superficie donde Eva vibraba desnuda.
Eva se esfumaba con el viento. Indecorosamente intrascendente y ligera viajaba de orilla a orilla, sin levantar una sola mota de polvo, sensible al susurro de los átomos, inconsciente de la pesantez. No existía el yugo de la vida pues sencillamente estaba o era o ambos.
Cuando Rita y Eva se encontraban, llovían gotas secas, se despertaba el sueño y el hambre no pedía. Compañeras de vida en una tregua que precisaba de la guerra así como todo su contrario. ¿La justa medida en el combate? ¿Justo? Solo la muerte nos lo diría.