Por el horizonte se adivinaba la silueta de un hombre gris a la cual antecedía su propia sombra. Perfilada a la perfección, dibujada por la presencia de su sombrero, el cuello de su gabardina y sus destacadas gafas de sol, deambulaba hacia no sé sabía dónde.
Había decidido abandonar la ciudad. Su ciudad, aunque tampoco era suya, pues no la sentía como tal. Tampoco eran suyas su vida ni sus posesiones porque tenía muy claro que nada de cuanto viera existía en realidad.
Empezaba a desfallecer y los ánimos se arrastraban por el suelo. Hacía un buen rato que el coche se había quedado sin gasolina. Ese era el precepto: llenar el depósito y conducir hasta que el tanque del mismo se agotara y lo dejara tirado, allí sería o no sería.
En medio de la nada y a punto de devolver el alma al lugar de donde procedía, comenzó a sentir que algo le pertenecía, como si las riendas de su vida estuvieran nuevamente en sus manos. Exiliado, suicidado de todo, había decidido emprender un viaje sin regreso. Quizás un viaje a ninguna parte, quizás un viaje hacia él mismo, quizás el extraño viaje. No sabía físicamente dónde, pero aquello carecía, sin lugar a dudas, de importancia.
En medio de la ausencia, se enfrentaba por primera vez a él mismo. ¿Moriría en el intento? No lo sabía ni tampoco le importaba. No tenía apego por nada, por nadie, ni siquiera por él mismo. Todo cuanto los humanos se empecinaban en creer y querer poseer era pura ficción y él lo sabía.
Decidió marcharse porque su vida no tenía sentido. ¿Acaso lo que buscaba era encontrarle sentido a algo? ¿Acaso el sentido de su vida era la misma búsqueda de sentido?
La humanidad se podía dividir en dos clases: los muertos y los suicidados, los parásitos y los creadores.
Los primeros eran aquellos que, por sistema, acataban todas las convenciones sociales: nacer, ser educado en base a un orden social, perpetuar una existencia fictícia creada para que los humanos la siguieran. Era una fómula simple: se basaba en encontrar un trabajo, una pareja, procrear, someterse a la presión social de querer poseer los bienes materiales e inmateriales que ciertos entes poderosos hacían creer que era la única manera de hallar una vida plena, la felicidad.
¡Ah la felicidad! Cuanto ruído en torno a la misma, cuánta mierda se les había hecho tragar a esos seres diminutos e insignificantes llamados humanos para que aspiraran a lo único que podía depender de ellos y que en realidad tenían ni voz ni voto.
[Inciso: no estoy de acuerdo con lo que pensaba hace 15 años, la felicidad es una decisión propia que en nada depende del exterior sino que es una elección consciente]
Todo pasaba por el bienestar económico. La sociedad del bienestar era la sociedad en la cual se suicidaba más gente, en la cual se cometían más asesinatos, en la cual se respiraba más violencia por las calles… la sociedad del bienestar… ¡Qué gran ironía!. Nuevas enfermedades rondaban por las calles: todas ellas eran exias, imias e ismos procreando entre ellos. Todas ellas en pos de conseguir una imagen, un estado del cuerpo asociado a la perfección que se marchitaría con el paso del tiempo.
Un poema de Pierre de Ronsard asomaba de algún modo por los recónditos lugares de su mente: Mignonne allons voir si la rose… La juventud y todo el negocio que se había erigido en torno a ella. Una de las quimeras de la era de la tecnología. Millones de hombres y sobre todo mujeres intentaban ganar una partida perdida al tiempo: permanecer eternamente jóvenes y bellas, por fuera, siempre por fuera.
¿Qué era sin embargo la belleza? ¿Quién dictaminaba lo que era la belleza? ¿Cuánta estupidez era humanamente soportable? ¡Qué insignificante parecía todo en aquel lugar, en aquellos lugares! ¿Con qué finalidad se cometían aquellas atrocidades contra uno mismo? La belleza era uno de los canales para fomentar la frustración entre los individuos de una sociedad ahora globalizada con una celeridad inimaginable… Métodos y técnicas de tratamiento de imágenes para fomentar la frustración, consumismo de milagros prometidos: las anti- ojeras, las anti- arrugas, las anti-flacidez, las anti-celulitis, anti- estrías, anti-todo, anti- personalidad, anti- pensamiento. No habían nacido las anti-gilipollas todavía, una lástima. Todo aquel espectáculo era deplorable, una vergüenza para la raza humana.
¡La raza humana! Sólo el pensar en ella le provocaba arcadas. Desengaño, condena, soledad, miedo, dominación… no, él no quería estar inmerso en todo aquel teatro mundial, no, él renegaba de su condición de ser humano, no, él no sentía nada de todo aquello como propio. Él pertenecía claramente al grupo de los suicidados en vida.
Continuará… alegrías de Carnaval, una fiesta cuyas motivaciones siguen inmersas en esos misterios de la galaxia que espero no comprender jamás.