El hombre gris siguió su camino, ese que no existía y se iba tejiendo al andar.
Los suicidados… seres vivos por dentro aunque socialmente muertos. Seres que ya no esperaban nada de la vida ni de nadie. Seres que, una vez comprobadas u observadas todas las posibilidades que en teoría les ofrecía la sociedad, llegaban a la conclusión de que las posibilidades reales en aquel mundo eran nulas, al menos para ellos. No se trataba de una negación rebelde, ni de una travesía a contracorriente, sino del resultado objetivo que se obtenía de la experimentación, el análisis consciente y la información recabada a través de la observación de datos propios y ajenos, cercanos y lejanos, similares y dispares.
La toma de consciencia del callejón sin salida que era la vida para ellos, hacía que llegase el momento de tomar la decisión y de suicidarse en vida para poder seguir viviéndola intensamente.
De alguna manera el que decidía suicidarse era aquel que tomaba la firme determinación de depender de uno mismo sin la intervención de otros. Todo aquello que se percibía como vida.
La otra opción era la del cementerio viviente, agarrarse a aquello que les habían machacado desde que nacieron a través de impulsos verbales, gestuales o subliminales, aunque aquello a lo que se tuvieran que agarrar ni les llenara, ni les apasionara, ni les asegurara nada más que una cierta comodidad engañosa, unas creencias irracionales o una tierra prometida que ninguna de las anteriores generaciones había conseguido pisar en firme, precisamente porque la marca de la casa eran esas arenas movedizas a las que uno quedaba condenado de por vida, pues cualquier día podía ocurrir un terrible accidente y desaparecer.
La gran poda de Nietzsche donde el objetivo no era salvarse, sino hacer más ameno el camino. Se trataba de creer en el camino.
Dejó de pensar, dejó de caminar, ¿Para qué seguir? Se sentó en el suelo árido a esperar porque ni era una cosa ni era la otra. Ni siquiera el suicidado en vida podía escapar de las garras del sistema a pesar de la ilusión.