Apolonio de Rodas y Esónide: Agronaúticas que amargan sin amagar. El juego del ängel.

Esta es la cronología de Apolonio con relación a su llegada a Rodas. Las otras dos ya tuvimos a bien ver durante su corta vida que fue de 295 a.c hasta el 215 a.c. Eso sí que es fugacidad alejandrina. ¿Cómo le pudo dar tiempo a ser considerado poeta si cuando empezó a leer y a escribir le faltó vida para vivirla? Nos dejó un testimonio de su derrota a pesar de su llegada a buen puerco, digamos puerto:

«Hace tiempo naufragué, dejándome llevar por las aguas de la dulzura. No pude mantener a flote mi perseverancia y empecinamiento en ser un ser de las sombras. Yo era poeta de la suciedad, de lo obsceno, de la miseria del alma.

Me embarqué en aquel barco mercante con cien melones por banda, culo en pompa y sin mucha tela, no cortaba el mar sino volaba mi verga alejandrina. Repleto iba este de mujerzuelas viles, tan ligeras de moral como de ropaje, y en total ausencia de ética presencié una aparición y mi renacimiento.

Mi honor me tenía a buen recaudo de tanta liviandad. Mi juventud no había siquiera osado imaginar a tanta mujer reunida y es por ello que se erguía mi orgullo redoblando en esfuerzos por mantener la bandera de la libertad izada. El palo mayor seguía en su sitio y el velero bergantín se convirtió en vergueo interno.

Mi mirada hacia la absurdidad de la raza humana despreciaba aquellas fulanas aun deseandolas en un doloroso silencio de negación. Quizás las deseaba tanto que las odiaba por no permitirme poseer ninguna de ellas. Era esta una actitud zafia y reprobable que se alejaba de mi excelsa integridad.»

Entre aquellas furcias estaba la bella y joven Esónida, siempre pensante. Una flor blanca de hermosura, una piel que los ojos de Apolonio no se atrevían a mancillar con aquella lascivia reprendida. No podía estar a menos de dos metros de ella sin sentir un dolor en el pecho. Su efecto sobre la mocedad del trovador era perturbante, pues lo sacaba de sí mismo. Cuando llegase a Rodas se enfocaría en contemplar los efectos de tal encanto, hasta entonces tan solo podía cruzar con ella algunas palabras, propinas del decoro:

Esónida, querida, ¿Qué idea resuelves en tu mente?– le preguntó en la hora en que del campo viene un hortelano o un labriego.

La luz crepuscular alimentaba la hermosura de Esónida volviendo mortecina la voluntad de Apolonio de seguir siendo suyo. Esónide le respondió:

-El tiempo per se* no cura nada Apolonio. Tampoco la huida. Allí donde vayas te seguirás a ti mismo.

Esónida clavó sus ojos en los de Apolonio y este en los de Esónida. Ambos pudieron contemplar sendos rostros de ignorancia. La gracilidad no sabía lo que decía, y sin embargo, sus palabras se asieron al cuerpo de Apolonio. Sintió su piel ceñirse a la de la muchacha, tuvo ganas de poseerla hasta más allá de un nuevo amanecer. Hizo suyo el ardor de su vientre. Se derramó en lamentos nocturnos, en anhelos insostenibles y en ansias incontroladas. Su enarbolada incorruptibilidad se tornaba en degenerada a través de una simple sonrisa.

A lo lejos, una única voz que reunía la de varios espíritus, se oyó:

«¿Por qué no yacéis de una vez en vez de devoraros con la mirada?- Dijo exhortándolos. Mas ellos se horrorizaron al escucharlos.

Pasaron los días y la voz seguía alimentando el deseo inconcebible. Los límites del decoro estaban a un dedo de ser vulnerados. Moral y ética se agolpaban en la mente de Apolonio. Moral y ética. Moral y ética. No se puede. No se debe. Hasta que llegó el día en el que Esónide tropezó con su propia sombra, Apolonio la sostuvo, se miraron a los ojos y, ellos, al principio tenían enorme furor, exhalando violentas llamaradas de fuego que se fue apaciguando a través de embestidas de dulzura. Quedó el murmullo de sus almas en medio de un mar en calma.

*(anacronismo y concesión literaria de la que hacemos uso porque nos sale de ahí)

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