María despertó con los ojos hinchados. La noche anterior había estado llorando con una pena que no era pena, tampoco era felicidad. Era extrañeza y Amor, mucho Amor. Había llorado con la paz en los huesos sabiendo que todo estaba donde tenía que estar. No quería explicarse nada ni encontrar un porqué. Lloraba porque amaba desde las entrañas y eso la arraigaba a sí misma. Lloraba porque por primera vez se sentía parte de ella, como si la disonancia se hubiera tornado en consonancia.
La banda sonora de su vida empezaba a tener sentido y a compactarse en un punto de luz. Todo su pasado adquiría un significado inexplicablemente divino, como si tantas desventuras hallaran explicación en ese haz luminoso. Un ängel la amparaba, sentía su aliento en la espalda, la arropaba por las noches, la acompañaba por el día. No lo veía, lo sentía y con aquello bastaba. Lloró de agradecimiento por él, por ella, por todo.
Era como si cada uno de los fragmentos de su existencia empezara a encontrar su emplazamiento y que allí, ante el precipicio de la página en blanco, el salto no suponía terror alguno. Entre las dos ribas del siempre infranqueable río, se había alzado un puente milagroso. Se trataba del Maktub, de apariencia vulgar, uno entre tantos y, como todo lo realmente trascendental de la vida, pasaba desapercibido. Su madera ajada y sin pretensiones atestiguaba del tráfico de un sinfín de peregrinajes anteriores. Este puente unía de manera mágica todo aquello que estaba destinado a suceder.
La carga de María insinuaba la silueta de un profundo, ilógico aunque lógico sentido. El cuerpo comprendía, la mente no precisaba de explicaciones. Los momentos más importantes eran aquellos que no se podían inmortalizar porque cuando uno estaba en ellos el resto desaparecía y se dejaba de pensar pasando del estar al ser ese mismo instante. Todo su pasado se disipó al atravesar el Maktub.
Ella que idealizaba rápidamente y cuyo juicio se nublaba con la soberbia de pensar que siempre tenía razón, solía alejarse de su familia a la que rendía pleitesía para acercarse a otros a los que jurar fidelidad. Nunca se había comprometido con ella misma, con ser leal y honesta a su propia persona. Al atravesar el puente comprendío que nunca había recibido validación de sus padres, que vivió en soledad durante su infancia y que la contención y amor de padre fue inexistente. Se remendaba el agujero del alma a medida que avanzaba por la madera raída.
Había tenido el convencimiento profundo de que nadie la había amado realmente. Toda demostración le había resultado superflua y necesaria para el otro, no para ella. Se había sentido en un escaparate constante donde los actores se limitaban a ceñirse al guión mostrando sus mejores galas, todas ellas caras. Su descreimiento la había llevado a generar conflictos que habían terminado por arruinar los momentos «hermosos», falsos para ella. Mientras caminaba hacia delante comprendió que en la infancia no se sintió aceptada, sino juzgada y muy duramente exigida. Quizás su madre había sentido que no resultaba el mejor momento para traerla a la vida y a lo mejor deseó secretamente no tenerla. El Maktub mostró las imágenes anteriores a su nacimiento. Dolor y amargura circundantes, pudo apiadarse y perdonarlos.
La había impulsado el control para evitar desgracias, pues en su mente enferma rezaba la máxima como constante : «más vale prevenir que curar». En su juventud solía llevar un registro mental sobre cada detalle, cada palabra y cada persona para evitar que la traicionaran. Cotejaba los hechos con las palabras y siempre había encontrado que no casaban. Vivió sin vivir recreando posibles escenarios en su mente. En la pasarela se encontró con su infancia y las mentiras, los engaños, las promesas en la arena rápidamente hechas y más rápidamente borradas. Así fueran las más inocentes estupideces, no se habría de haber menoscabado la sensibilidad de un niño. Se esfumó el rencor, se instaló la absolución. Desapareció la inquina.
Había aprendido a amar con el freno de mano puesto, por si acaso salía herida. Había preferido fingir desapego y explicarse una historia a ella misma que dejarse empapar por el amor y salir herida, mojada y humillada. Tenía miedo de perderse en el otro que nunca era de fiar y siempre terminaría traicionándola porque así habían siempre sido los humanos. Nuevamente el Maktub le explicó entre murmullos a ritmo lento que en su infancia le mintieron, la traicionaron y su padre estuvo ausente, por eso sentía miedo del Amor y no podía confiar ni en sí misma. Avanzó dando puntada con hilo de ängel, remendando desaguisados y tejiendo Amor.
Un ängel que un primer momento le enseñó las fauces, le dio la espalda y antepuso desiertos de hielo. Un ängel caído que también había navegado tempestades, que idealizaba tan rápidamente como ella, que negaba el miedo, que había logrado encontrar el relente de la vida en el aislamiento de sus noches. Tampoco el ängel fue aceptado por su creador, duramente juzgado y enviado a cumplir penitencia al otro lado de la ribera. Con rostro oscuro, ceño fruncido, rictus de fiereza aprendido para alejar al prójimo, emanaba de él una luz que hacía palidecer a la mismísima virgen. De las sombras se escapaba una luminosidad cegadora, un abrazo sanador de esos que contienen y protegen, un estrechar el silencio donde sobran las palabras y el único lugar reside en el aquí y el ahora.
La luz iluminó a María aquella noche y muchas de las que vinieron. Nunca se tocaron, ni se vieron, pero se sintieron a pesar de las dimensiones que mediaban entre ellos. Se sabían y con aquello, era suficiente para caminar derecho, al menos de momento.
Estaba escrito en las estrellas y el Maktub los había unido.