Anael nació del revés y en vez de darle el pecho le dieron la espalda, era pelirrojo y solo sabía comer macarrones con tomate y queso. Aprendió a encerrarse en sí mismo y con el tiempo, ese aislamiento se fue fosilizando pasando a formar parte de su personalidad. Desde su torre de cristal de dragón, inquebrantable, observaba a los humanos haciendo cosas de mortales. Se enamoraban, sonreían y parecían inconscientes del mundo que les rodeaba. Anael se indignaba por aquel comportamiento estúpido y muy tupido. En realidad la envidia lo corroía y en secreto ansiaba ser feliz como ellos aunque llegó a pensar que aquellas prácticas estaban reservadas a los débiles de mente.
Anael no pensaba que pudiese sentir porque nadie le había enseñado a hacerlo. Es por ello que pasaba sus días buceando entre lecturas que le traducían el mundo y, desde las páginas, experimentaba sin la necesidad de abandonar su comodidad de sofá. Gracias a ellas, había tenido el deleite de viajar hasta el centro de la tierra en submarino siendo testigo de cómo los tiburones de Groenlandia se la pelan a partir de la edad del pavo, en torno a los 120 años. También había tenido la ocasión de subir a Mordor en dragón donde había conocido a muchos enanos, trolls, orcos y demás criaturas esenciales en la vida de cualquiera y se había pegado unos opíparos festines de macarrones con tomate y queso y boniatos al horno con cebolla (porque hacía crecer) con todos ellos bajo la displicente mirada de Sauron que, naturalmente, desaprobaba tanta liviandad.
La fantasía era su mundo y al ser pelirrojo, tenía razones suficientes para no salir de casa. Bien es conocida la inquina que provocan los pseudo humanos taheños. Internet le dio la vida y ya no necesitó ni siquiera hallar sustento fuera, pues faenaba desde los infranqueables muros de su castillo de argamasa.
Un doce de enero, pasadas las festividades de paz y amor planetaria, las autoridades sanitarias tuvieron la deferencia de avisar al ciudadano de a pie a pesar de que la noticia fuera prácticamente inexistente. La sociedad inclusiva obligaba a tener detalles para con las comunidades más marginales y esto era, reservar una franja horaria para que los PAS (personas altamente sensibles) pudieran realizar sus compras de 3 a 4 de la tarde en un ambiente sereno y avisar incluso a los pelirrojos de un mal que les atañía directamente. Se habían hallado indicios en occidente de una enfermedad extraña que idiotizaba al portador. Los pelirrojos, más débiles de mente y espíritu, constituían el grupo de los más vulnerables y, a través de ellos, la sociedad iba poniéndose cada vez más enferma. ¿Cómo no iban estos seres a provocar la ira de sus «semejantes» que en nada se asemejaban? Tenemos la sospecha de que las autoridades sanitarias se hicieron eco de la noticia porque la dolencia se transmitía al resto de ciudadanos, dicho sea de paso.
Anael se sintió aliviado ya que él había cortado todos los lazos con el exterior. Incluso la compra, gracias a internet, la realizaba desde casa. Él se creía a salvo y por ello fue de los primeros en caer. El Henko, la enfermedad en cuestión, se transmitía a través del aire y entraba en el sistema a través de los ojos. Cuanto más grandes eran, más probabilidades de verse afectado se tenían. Anael, por desgracia, poseía dos enormes ventanales que lo exponían indefectiblemente. Se conocían los efectos del Henko a largo plazo, pues se trataba de una enfermedad milenaria que se estaba dando con mayor fiereza en el mundo sin hallarse una causa concreta. Esta provocaba un cambio profundo y transformador del que no había retorno al estado inicial. Aquel punto de inflexión alzaba a los enfermos por encima del miedo y las preocupaciones, adoptando una nueva actitud ante la vida. No había cura. Era como la entropía, una vez la pasta de dientes estaba fuera del tubo, no podía ser devuelta a su lugar de origen.
La enfermedad atacaba primero el centro neurálgico, el cerebro. Se expandía lentamente, uno no sabía que estaba enfermo hasta las pocas semanas de haberse contagiado, cuatro semanas les hacía falta a las víctimas más reacias. Los pobres de espíritu caían rápidamente, los tercos aguantaban más tiempo. La enfermedad empezaba a propagarse desde la materia gris. Cuanta más hubiese, más tardaba en atacar al resto del sistema. Tenía predilección por el órgano donde se originaba la mente. Una vez instalada en las neuronas, hacía proliferar las sinapsis. A las víctimas les crecían las conexiones neuronales y empezaban a experimentar toda suerte de visiones felices de uno mismo.
Anael se sorprendió sonriendo mientras preparaba la cena del sábado: hamburguesas, porque el sábado era un día libre en el que ejercer el derecho a comer porquerías. Se asustó mientras se cepillaba los dientes porque vio su sonrisa asomar de nuevo. Sonreía sin razón, qué estupidez. Al meterse en la cama ya fue un escándalo porque parecían haberle clavado las comisuras de los labios a los carrillos. Experimentó extrañas visiones de él mismo siendo feliz y saludando a los ciclistas y haciendo el bien a las personas.
Desde el cerebro se propagaba por el torrente sanguíneo llegando a todos los órganos vitales. Anael sintió una enfermiza necesidad de aliviar su entrepierna. Algo usual cuyo inusual frenetismo le percutió dejándolo patidifuso. ¡Qué enfermedad del demonio!. Tenía que echarse una mano cada dos horas porque se le quedaba tieso el ardoroso miembro y no había manera de adormecerlo si no era meciéndolo agitadamente.
Tuvo la extraña necesidad de salir fuera de los muros de su castillo y sentir la vida. También le entraron ganas de abrazar y su corazón daba saltitos de alegría avisándolo de que la existencia podía ser maravillosa. El miedo picó a la puerta, como de costumbre, y esta vez se le abrió de par en par y se le invitó al festejo. Ya no estaba marginado en la sombra haciendo de las suyas. Lo iluminaron las luces del hogar y hasta se le pudo poner un nombre. Anael lo bautizó Anael Jr, «Mini yo», por ser una calcomanía de él mismo. Empezó a escribir sobre flores y Julietas enraizadas cuyos labios púrpuras encandilaban a todo el pueblo. El cadáver que volvía alegres a los vivos.
Sentía ganas de vivir, de amar y de comer mejor. No encontró salvoconducto hacia el pasado, el Henko había fraguado en él y ahora tenía que aprender a ser su nueva versión, una putada para los holgazanes. Nuestro Anael, sin embargo, tenía grandes planes para su futuro, por suerte.