Desde hacía una semana sabía que llegaría a mi casa. No siendo la paciencia una de las virtudes que figure en mi catálogo personal, cada día que pasaba en blanco me provocaba un ardor de ira en la boca del estómago. Con todo el odio del planeta dirigido contra los funcionarios de correos, cerraba de un portazo la puerta de casa blasfemando tan vulgarmente como sabía. Sería de baja alcurnia hacer alarde de ello, pero ¡Qué bien se me da concatenar ordinarieces!
Me relamía pensando en cómo el cartero deslizaría el sobre por la ranura del buzón. La carta caería dentro de la cajita que otrora tanto sirvió para repartir dicha quedando hoy reservada para utlrajantes infamias como los son la publicidad, las facturas, las multas y demás lindeces del sistema. Yo solo soñaba con el placer que me produciría encontrar el sobre esperándome, aunque lo estuviese yo desesperando.
Hubo un tiempo maravilloso en el que cartearse era la única manera asequible de tener noticias. No habrán pasado mucho más de dos décadas. Todavía dedícabamos un tiempo en entregar nuestro cuerpo y nuestra alma a otro. Tomar un papel, sentarse, oler las hojas, elaborar un borrador para los más escrupulosos o sencillamente escupir palabras para los menos quisquillosos.
¡Qué tiempos aquellos! Los veranos y sus misivas unidireccionales que no recibían respuesta alguna porque los amigos se encontraban de vacaciones mientras yo me hallaba en algún lugar del mundo aprendiendo a articular. Solo los nostálgicos o los enamorados escribían y, con suerte, alguien correspondía esporádicamente.
Habiendo quemado los últimos días de sol, el invierno y su languidez exasperante se imponían a golpe de rigidez estructurada. Ganaban terreno la norma, los deberes y los teneres. El frío se filtraba hasta la médula y atormentaba despedirse de los amoríos fogosamente fugaces, de las promesas en el viento y de los dolores y las flores en el pecho. Ver palidecer los días, alargarse las noches quedando solamente el fogonazo de aquellos sobres que le devolvían calor al recuerdo haciendo revivir con palabras aquellos tórridos besos, las caricias furtivas, los abrazos olvidados y fuertemente sentidos como si (se) nos hubiese ido la vida en ello.
Las mocedades de otros tiempos, ¡Qué distintas eran! Sin entrar en comparaciones, la emoción que despertaba un simple sobre, era incomparable al aséptico mensaje de texto. Uno se sentía honrado y apreciado porque escribir era laborioso y solo empuñaba la pluma el que realmente reservaba un espacio para tal menester.
Sé que mi carta está en camino, y este reencuentro sensacional con la palabra escrita de puño y letra provoca una alegría difícilmente equiparable a nada conocido hasta la fecha.
Gracias por tantos correos, todos ellos muy sentidos.