La sombra danzante: Había perdido la fe en la humanidad hasta que vio una peonza bailando sola.


«Y de pronto llegará alguien que baile contigo aunque no le guste bailar y lo haga porque es contigo y nada más», Borges

Ella quería bailar, él había olvidado cómo hacerlo.

Ella le dijo que danzar era como el crepitar del fuego, como amar, estaba dentro de uno y no podía olvidarse por ser inherente a la vida. Existían porque dos habían trenzado sus organismos mediante la coreografía de la pasión. Quizás él hubiera enterrado todo su sentir en la sombra de su ser. Si tenía el coraje de observarla de cerca, podría percibir que cada vez era más alargada, más pesada y más peligrosa. No le había prestado la debida atención y Mr. Hyde estaba tomando posesión del doctor Jekyll hasta el punto de no saber en qué momento uno relevaba al otro.

Cuando el sol enfriaba su abrazo, la sombra de él se estiraba hasta que desaparecía en la negrura de la noche. Entonces, todo se volvía oscuridad. El corazón dejaba de latir, la gelidez se apoderaba de sus huesos y, afamada, su alma engullía sin respirar el dolor y las penas ajenas hasta atragantarse. Sorbía los desconsuelos regocijándose en la debilidad del prójimo y sintiendo cierto orgullo de haber sabido lidiar con la suya propia. Pensaba haberse vuelto invulnerable, como inmune a la angustia, al miedo o a su propia naturaleza. Había excedido los límites del individuo para transformarse en súper humano, completamente deshumanizado pero libre. ¡Ah si él hubiera sabido antes que no había bien que cien años durase!

Mostraba una sonrisa de postín metálica y perpetua para alejar a los curiosos y a las almas caritativas. Quería pasar desapercibido entre la multitud y brillar en secreto gracias a la genialidad de su verbo. Sus lágrimas de hiel se derramaban en una prosa amarga que amagaba con amarrarse al ocaso de la melancolía cuando la ira amansaba. Aguijoneaba con alevosía y aquello dejaba el espectro de una pedantería gaseosa mal reconocida, aunque profundamente sentida, como esas verdades que tan solo se desvelan a media luz y susurran al oído algo de lo que uno es profundamente conocedor y se avergüenza de reconocer frente al espejo.

Se sumió en su soledad por más de cien años hasta que no supo desprenderla del aislamiento. Allanamiento de blancura, quedose manchado de blanco hueso, café y ceniza, compañeros de Amparo. Ni a la Sole quería ya como pasatiempo liviano, solo a la alemanita de Internet que le procuraba la independencia y la confianza necesarias para recelar de los vivos. Se crió un muerto y el tiempo que no existía fue pasando dejando tras de sí una estela de frío húmedo, como un ectoplasma vaporoso fruto del incesto con uno mismo.¡Salvemos a la humanidad de la idiotez! El agujero negro crecía a pesar de tener una sensación menguante y el polizonte escondido en la penumbra fue acomodándose a la incomodidad de la incomunicación. Las mataba callando y en él se desarrollaba la silueta de la hombría vista desde la cara oculta.

En uno de sus paseos diarios, por las avenidas invernales desertadas de los valientes consumidores, se le acercó un perro.

-¡Wasabi! ¿Dónde estás?

La voz de una niña gritaba a lo lejos. Él acarició al can que tan alegremente lo saludó, como ajeno a su frialdad. La niña se fue acercando y él trató de abatir el temblor del cariño que le invadió para permanecer insensible al ver a aquella criatura lanzar su peonza al aire y observar el baile giratorio de la misma.

-Niño, ¿Bailas conmigo? le dijo la niña

-No puedo, niña.

-¿Por qué no puedes? niño

– Porque olvidé cómo se baila.

La niña lo miró con los ojos húmedos. Wasabi sentado, observaba la escena con la bendita inocencia del alma cándida. La peonza seguía su danza giratoria ajena a todo lo que allí ocurría.

A modo de epítome sin empitonar:

Ella enmudeció y lo abrazó tan fuerte que se fundió en él. El mundo, sus sombras, el tiempo, los dioses y los demonios se fueron al carajo y sólo empezó a contar el que no contaba nada.

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