De buena mañana oí a los vecinos subir a tender. Tendían a subir para atender menesteres mucho menos gloriosos aunque la gloria que proporcionaba el cobertizo fuera poco despreciable.
Quería un recuerdo venerable de tan prestigioso elenco que me ayudara a recapitular el porqué de mi salida, más menos que más, precipitada.
También recogí la muestra de voz más dulce, la de la (ena)moradora colindante a la que llamaba la Belén, alias la putilla, una caricia discordante para el aparato auditivo que provocaba el erizado del vello púdico. La castidad, el recato o la moderación siempre brillaron por su ausencia.
A lo lejos, el maravilloso gruñido del guacamayo de la casa veintisiete acompasaba la melosidad de la Belén mientras que la lavadora centrifugaba con fuego y rebeldía. La Yoli intentaba articular alguna palabra de la que se adivinaba un gañido, el gañán de su marido respondía con la misma efusividad y toda aquella orquesta percutía el sinsentido auditivo confiriendo a aquellos lares la extraña sensación de no estar en casa.
Más o menos asín pero con más genio y mucho menos ingenio.