La desbanda de Albacete (1): Antunia y José Antonio Rafael De Dios en un periplo sacral.

Antunia, rozando la avanzada edad de 69 años, oriunda de las Baleares se dirigía camino de Albacete por la AP7. Rebosante de entusiasmo, conducía sin descanso y con afán para encontrarse finalmente en disposición de probar «algo nuevo»: el vichisualismo.

La pobre mujer cargaba con el pesado fardo de su nombre que resultó ser una letra mal tecleada por el funcionario que la inscribió en el registro. Aquel día, Don José Manuel andaba relamiéndose las comisuras por el suculento bocadillo de salchichón con mayonesa, pepino y pimientos que su mujer, la Loli, le había preparado. Don José Manuel, originario de Andalucía solía decir «¡Ea! un bocaíllo de zarzichón arregla er corazón, mi arma». Con el bigote impregnado de grasa y las miguitas de pan cayéndosele por la mesa, escribió Antounia pues el índice se desplazó de dos teclas en mitad de un desliz apasionado. En plena ceguera de insulina, borró la o y dejó la u.

Así, durante toda su existencia, Antunia lució un nombre extravagante que le proporcionó una historia divertida para romper el hielo a la hora de «conocer a gente», actividad que no la atraía en demasía. El nombre exhortaba a la confusión y sin saber si era él o ella, aunque Antunia terminara con a, se dejaba a la imaginación libre de apegos genéricos. Antunia, siempre se consideró ella habiendo nacido con vagina. En el año del señor de 1984 la variedad en materia de identidad sexual quedaba reducida a él o ella. Eran aquellos entonces muy binarios para la avanzada mentalidad de Antunia. Sentíase mejor entre sus semejantes en pleno siglo XXI donde ya no se trataba de si chichi o chocho, sino que podía ser cheche, chuchu o chacha. Antunia eligió ser chicha y limoná, pues bien es sabido que los cítricos mallorquines tenían buena embocadura.

José Antonio Rafael De Dios como sus orígenes mandaban, era melindroso y le encantaban los melindres, las torrijas, las hamburguesas y todo aquello que no le hacía bien alguno al organismo. El médico le había prohibido cualquier producto de su devoción en la dieta: fuese lo que fuera. No debía probar bajo ninguna circunstancia ni la grasa ni el azúcar. Él, como buen niño de casi 72 años, comía a dos carrillos cuanta chatarra le caía bajo el bigote en cuanto su madre hacía la vista gorda y eso era casi siempre, pues a Doña Leticia la apodaban «el topo». A José Antonio Rafael De Dios lo traicionaban los regueros de grasa que relucían en su cara y cuello y, naturalmente, al ser un comedor furtivo de «aquí te pillo aquí te como», se veía obligado a emplear su pantalón a modo de servilleta. Tenía, no obstante, un truco del cual estaba particularmente satisfecho. Empleaba la tela interna de los bolsillos para limpiarse las manos lo cual era como llevar una servilleta incorporada. Nada podía delatarlo.

Un día de agosto del año 2054, José Antonio Rafael De Dios recibió una petición de amistad por el Tender 7.0, una suerte de aplicación financiada con fondos públicos e impulsada por el ministerio de igualdad para hacer que nuestros mayores todavía disfrutaran de la vida y se hicieran compañía mutua. José Antonio Rafael De Dios con las manos grasientas abrió la petición y vio a una mujer con el pelo lila vestida con un pantalón de chándal rojo, camiseta a rayas blancas y rojas y una botas de piel girada de color marrón.

«Estilazo, la vieja!» pensó. Se relamió la babilla.

Pronto comenzaron un intercambio sin fin. Huelga decir que el avatar de José Antonio Rafael De Dios era un conejito del playboy 2054 y su nombre era «Romana la marrana».

Antunia estaba dispuesta a tener una experiencia como nunca antes tuvo con «Romana la marrana»: Mujer de mente y cuerpo relucientes, a pesar de su avanzada edad. Así, se dirigía Antunia hacia Albacete por la AP7, deseosa de estrenar etiqueta social y vivir una experiencia diferente antes de que la muerte la sorprendiera en el anonimato de su vida. La senectud podía ser una época tremendamente solitaria.

Romana y Antunia se verían a las 9 de la mañana para tomar unos churros con chocolate en la casa Baro, al lado de la hamburguesería de la Rosario.

Se acercaron las 9 y Antunia estaba ya sentada desde hacía quince minutos, llevando la mirada del reloj a la puerta y de la puerta al reloj. Pidió un café y siguió esperando. A parte de un hombre mayor con chorretones en la cara que tomó asiento en la barra y que se estaba relamiendo con una docena de churros, no vio a nadie más. Se sintió sola y abandonada porque aquel periplo tenía que ser cosa de dos y Romana no acudió aunque el avezado lector habráse percatado que quién tenía que estar estaba bajo otra forma.

Continuará.

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