Previously en La desbandada de Albacete (1)…
Se acercaron las 9 y Antunia estaba ya sentada desde hacía quince minutos, llevando la mirada del reloj a la puerta y de la puerta al reloj. Pidió un café y siguió esperando. A parte de un hombre mayor con chorretones en la cara que tomó asiento en la barra y que se estaba relamiendo con una docena de churros, no vio a nadie más. Se sintió sola y abandonada porque aquel periplo tenía que ser cosa de dos y Romana no acudió aunque el avezado lector habráse percatado que quién tenía que estar, estaba bajo otra forma.
No contándose la serenidad entre sus múltiples virtudes, Antunia se impacientó al no ver rastro de Romana en el local. A las 9.15 optó por enviarle un mensaje directo y no a través de Tender 7.0.
«Buenes días Romi, ya estoy. ¿Te falta muche para llegar?»
Miró por la ventana a su derecha y vio el apocado ajetreo de Albacete. Un miércoles a las 9.20h de la mañana lo único que se veía eran jubilados de 80 años por las calles. La edad de jubilación había sido pospuesta por el decreto ley de 2040, glorioso año bien lo recordaba Antunia, hasta los 78. Ella, por suerte, había podido jubilarse siendo prácticamente una cría. A los 50 pudo rebajar las horas hasta las 8 recomendadas por el ministerio de sanidad y ahora ya solo trabajaba 16 horas seguidas uno de cada dos días. Se había tomado una semana libre para la ocasión.
Su dispositivo electrónico vibró, pues siempre lo mantenía en silencio porque le daba vergüenza que sonara en público. Un mensaje de Romana anunciaba lo siguiente:
«Cariñe, estoy en el local, ¿No me has viste?»
A Antunia le dio un vuelco el corazón. La palabra cariñe tenía un poderoso efecto sobre ella. Sería por los años de soledad invernal a los que se había sometido o bien sencillamente porque de niña nunca se sintió querida. Desde su mesa levantó la vista y oteó el horizonte. Nadie lo más remotamente parecido a Romana estaba allí. Optó finalmente por llamar.
A José Antonio Rafael De Dios le vibró el móvil. Él también tenía el dispositivo en silencio. Vio el número de Antunia y respondió.
Antunia oyó una voz de hombre por teléfono y en directo:
-¿Sí?
-¡Ne!
-¿Cóme que ne?
-Come que ne, come que ne me jodas
Antunia colgó el teléfono y se apresuró hasta la barra donde decansaba José Antonio Rafael De Dios.
-¡¿Tú?!
-¡¿Yo?!
-¿Tú tode este tiempe? ¿Y Romana?
-Eeeeee… cariñe, yo soy Romana. Nunca te escondí nada, siempre estuve ahí. Hablar en inclusive es le que tiene, leches.
-Le pute madre de Diez. ¡Este es horrible!
-¡Joer! Gracies, Antunia.
-¡Ne coñe! Mierda ya, ¿Podemos hablar normal como en el siglo pasado con la o y la a como siempre se ha hecho de la vida de Dios?
– A mí me resultaría más sencillo, la verdad. Esto de la e es casi una tortura.
Antunia se quedó blanca como el papel al ver ante sus ojos a Romana convertida en… aquel hombre con regueros de grasa, bigote relamido y los cuatro pelos despuntados en lo alto de su cabeza. Aquello no era lo que esperaba, pero ahí estaba así que intentó entablar una cordial conversación:
– Bueno y… ¿Cómo coño te llamas?
-José Antonio Rafael De Dios para servirlE, señOOOOOra.
Acompañó su grandilocuente «señora» con el ademán de agachar la cabeza como muestra de respeto y sumisión. Hizo especial hincapié en el leísmo, como un guiño doble, pues en el antiguo régimen de la Rae, se utilizaba para referente femenino como señal de cortesía y tratamiento de usted. Era el llamado leísmo de cortesía, una elegancia y finura que se contraponían con la boca que lo pronunciaba.
En aquel momento, si a Antunia la hubieran pinchado ni una gota de sangre habría hecho aparición. Se sentó en el taburete de al lado y recuperó su espíritu.
-Mira, José, esto es totalmente inesperado. No era lo que venía buscando. No me puedo creer que tanto ingenio demostrado al final provenga de ti y no de mi Romana. Joder, qué bajón. Nada en contra de ti, nunca nos pedimos fotos y yo tenía en mente probar el vichesualismo pero contigo sería lo de siempre.
José Antonio Rafael De Dios no daba muestras de actividad emocional, sin embargo, Antunia creyó vislumbrar una chispa de odio en su pupila. Sintió miedo y aquella alarma la hizo despertar de su sorpresa inicial.
-Mira, José, lo siento pero esto no es lo que yo quiero. Muchas gracias por venir hasta aquí pero yo me voy. Rutas encontradas, rutas olvidadas.
Antunia se levantó, pagó el café solo que finalmente tomó sola y se fue.
José Antonio Rafael De Dios pidió otra docena de churros y siguió inmerso en el placentero deleite onanista de la degustación churrera.