El cuaderno de las hojas en negro: Una señal de muerte y su contrario, lo hecho deshecho está.

Se llevó el viento el millón de hojas en negro desprendidas del lomo de nuestro cuaderno en las que ni una gota de la tinta blanca derramada quedaba ya.

Andrés se estaba muriendo con el corazón oscuro, frío y gangrenado de tanto veneno almacenado. El diagnóstico médico chirriaba, algo relacionado con un agujero negro en el pecho. Yo sé que enfermó de intoxicación por desamor marchito mucho antes de lo que los médicos le dijeron. En las radiografías se vislumbraba una cardiomegalia que al inicio interpreté como un corazón demasiado grande para este mundo. Sin embargo, la realidad resultó ser bien distinta. Andrés no supo limpiar las salpicaduras que la vida va amontonando y aquellos restos le provocaron una septicemia que lo llevaba de cabeza, aunque con los pies por delante, al camposanto.

Nunca quiso verme ni mucho menos despedirse de mí, manteniéndome inhumanamente suspendida entre el sí pero no, el ahora pero el nunca y el tal vez aunque quizás no. Yo, su chica especial, su risa de luz constante, su gran amiga del alma, compañera de fechorías indecibles, amante consumada y consumida por la confusión que sembraba su «quiero verte, pero no vengas», contumaz defensora de los casos imposibles siendo la muerte una de las guerras perdidas de antemano y no por ello evitadas, mendigaba una visita como si fuera mi vida la que estaba al borde del abismo.

¡Qué necesidad la mía! A Andrés quise salvarlo de él mismo, de su ofuscación, de su oscuridad. Pensaba que si lograba hacer que se diese cuenta de que su condena al frío y a la soledad era una idea autogenerada, que era tan merecedor de amor por el simple hecho de «ser» como lo era cualquier otro, si alcanzaba a cambiarlo a él, entonces me querría y viviríamos felices para siempre pues teníamos la base de la amistad y dos vidas muy parecidas que se amoldarían perfectamente bien. ¡Qué necedad!

Así, abanderando «el Amor», solía arrastrarme, rebajarme, aguantar faltas de respeto, humillaciones y maltratos porque así era como pensaba que se podía obtener la atención que no había sentido recibir de pequeña. No sabría decir de qué manera estaba nuevamente inmersa en lo mismo de siempre. No había aceptado que Andrés quería morir y que era incapaz de amarse y por lo tanto de amar. No entendía por qué mensaje positivo tras desplante, se acercaba y se iba sin explicación. Busqué comprender sencillamente porque no podía aceptar que era así y eso es lo que hacía.

Él había escogido ser así. Me cautivó su verbo florido de ingenio y doradas vestiduras. Revisé el millón de hojas en negro y allí la única que vertía sus emociones era yo. Andrés se mantuvo a la escucha siempre lo cual fue un alivio al principio y un peso al final porque se desequilibró la balanza del que da y del que recibe. Lo que parecía ser convergencia resultó en fuga divergente y quizás divertida para él. No lo sé, nunca lo supe.

Andrés fue un regalo más del universo para que yo me diese cuenta de mis errores y de que todavía quedaba mucha lucha que aplacar en mí, especialmente por sufrir de mendicidad. Había caído paulatinamente en mi propia neurosis y Andrés en la suya. Éramos dos corazones en dos mundos paralelos compartiendo los hilos del titiritero.

Nadie me pidió ayuda, lo hacía por mí como todo el mundo hace. Por orgullo, por tener razón, para evitar ocuparme de mis asuntos.

«Te quiero ver, pero no vengas. Te deseo, pero solo tomaré tu mano. Ojalá pudiera besarte, pero…»

Lo dejé allí, con sus contradicciones, con su (des)amor, con el halo de incertidumbre danzando a su alrededor. (C)erré la puerta. No iba a asistir a su funeral porque mi presencia nada cambiaría y yo tenía un cerebro y un culo todavía demasiado hermosos como para perderlos persiguiendo a nadie.

Su orgullo pudo con todo, menos con la muerte del alma o quizás contribuyó a ella.

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