Casimiro y Miranda se conocieron a través de Internet. Sí, esas cosas de poca probabilidad y alto impacto que no suelen pasar a menos que sea el imperativo del destino. Ambos eran dados a la escritura aunque sus escritos diferían en tono, forma y gusto. Casimiro gustaba de leer. Gustar en este caso era un eufemismo, pues se había tornado en compulsión. Repasaba portada, contraportada, lomo, edición, primera y última página aunque estuvieran en blanco y en negro respectivamente. Llevaba una rueda de lectura en la que entraban tres libros, uno de los cuales era una relectura y los otros dos nuevos ejemplares. Cada miércoles cambiaba las sábanas de su cama y adquiría nueva obra. Casimiro decía tener una vida muy aburrida. Se dedicaba a leer, a escribir y a enseñar historia. Adoraba a los perros y los niños se le daban muy bien. Vivía con sus padres, su madre le seguía preparando torrijas los días pares y coliflor los impares. Los fines de semana comía aceitosas hamburguesas de carne quemada, tarta de manzana. Algún secreto albergaba más allá del papel.
Miranda leía, pero solo cosas que sirvieran para algo. Buscaba en las palabras de otros la solución a sus propios problemas, no leía porque sí, pero sí por compulsión. La lectura por el gusto de leer la conocía apenas. Pocas eran las historias disfrutadas. Los clásicos con clase le parecían profundos, las novedades se le antojaban tediosas, mal traducidas y vulgares. Si no le gustaba un libro no seguía. Muy pragmática ella, no perdía el tiempo en menesteres de los que no pudiera sacar partido personal. Lo mismo le ocurría con todo en la vida siendo «Juego de tronos» el máximo exponente del desapego que sentía por las «cosas». A pesar de encontrarla soberanamente soporífera logró verla con un menor interés hasta el casi final. La utilizó de acompañamiento en épocas flojas, pero a dos capítulos del final de los finales, decidió dejarla. No le interesaba lo más mínimo cómo acabara, el disfrute residía en la evolución. Así fueran libros, películas, aventuras diversas… a la última decepción, ponía punto y final pasando a otra cosa mariposa. Miranda también ocupaba una casa familiar y, aunque en apariencia fuese independiente, no lo era. Miranda se alimentaba los días pares, los impares bebía limonada y los fines de semana daba rienda suelta a su compulsión pipera. No albergaba secreto alguno, era como un libro abierto que nada guardaba para sí.
Los primeros intercambios epistolares entre Casimiro y Miranda fueron sorprendentes. Parecía haber florecido una esperanza blanca, profunda. Una conexión sin par.
«Aquí estoy, pensando sin pensarte, en la contemplación de tu sonrisa, con un vocabulario más propio de un haiku, apenas beldades robadas de tu corazón, te quieros varios y cosas peores. ¿Cómo será sentir tu piel cuando en la distancia tantas veces te he abrazado ya, besando tus párpados cerrados, contando los latidos de tu pecho? A mis ojos les falta una realidad donde tanta fantasía se plasme, como la tinta sobre el papel, pero nada hay de malo en esto. Es lo que tiene que ser. Será lo que tenga que ser. Y seremos. Una y cientos de noches compartidas, ojalá. La calidez que me embriaga nace en ti, sean tus palabras inspiradoras o el verbo bien empleado, la necesaria dosis de ti que embriaga mis suspiros. Virtud y deseo.»
Se siguieron llamadas maratonianas de hasta seis horas y, la cosa yendo mejor que bien, decidieron verse en persona.
He aquí un ejemplo de cita perfecta llena de imperfecciones, pero sincera.
Miranda: Hola Casimiro, ven aquí que te doy un abrazo, de esos que se dan con todo el cuerpo si no, no sería sentido verdaderamente. Es un simple abrazo, pero lleno de Amor, nada de pasión.
Casimiro y ella se fundieron en un abrazo profundo que acercó las esencias y derribó las diferencias insignificantes que pudieran haber entre ambos. Se olieron, se sintieron, por fin. Nada tenía que ver con el sexo, el contacto curativo de por sí ya les produjo una alegría, la alegría del ser, de sentirse parte del otro, de ser importante y útil.
Casimiro le preguntó qué deseaba hacer y Miranda le propuso estar un poco en movimiento porque se sentía nerviosa y le daba todavía un poco de vergüenza mirarlo a la cara. Casimiro asintió y le respondió honestamente que él también se sentía inseguro respecto a la situación. Un poco de paseo calmaría los nervios.
Anduvieron en silencio por las calles de la ciudad llamada Perdición. No era hermosa, pero no importaba porque lo realmente significativo era la compañía. Intercambiaron alguna sonrisa hasta que Casimiro, que no dejaba de decir gilipolleces, soltó una gran bufonada muy serio cosa que hizo estallar de la risa a Miranda. No podía callarse.
Casimiro: Lo siento Miranda, cuando estoy nervioso no puedo evitar decir estupideces. Y me callo porque prefiero no ponerme en evidencia, pero aquí hay patos, «pa tos«, ¿Les quieres dar de comer pan duro? Cuidado con los peces. Un día vi cómo uno saltaba fuera del agua arrancando de cuajo el dedo a un señor mayor que alimentaba a las pobres aves. ¡Mira, un perro! Mierda, me acaban de amputar la mano.
Miranda, conocedora de la debilidad de Casimiro por los patos, explotó en una risa que casi la ahoga porque el humor de Casimiro le parecía una locura desternillante. Apenas podía respirar, sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que detener el paseo para ponerse en cuclillas e intentar inspirar desde esa posición. Casimiro la miraba casi atónito. Le fascinaba la facilidad con la que rompía a reír y también a llorar. Era observar una flor en constante cambio, así era la vida. En algún momento él le escribió:
«Si supieras lo que disfruto con tus podcasts… En especial esos donde te limitas a reír, reír y reír… Que es amar, amar y amar… Con ellos tu risa se transforma en mi sonrisa, como si compartiéramos un absurdo secreto que solo significase algo para nosotros.»
Miranda: Me gustaría sentarme en algún lugar y tomar una limonada, ¿Te apetece?
Casimiro: Conozco un buen sitio no muy lejos de aquí. Sí, vamos.
Caminaron otros diez minutos hasta llegar al bar Manolo, de toda la vida, regentado por un asiático al que llamaban «el chino» aunque fuese filipino y se llamase Joaquín. Lo supieron porque Miranda, con su desparpajo natural, se lo preguntó. También aprendieron que Joaquín era contable en Manila, pero que se ganaba mejor la vida en el bar Manolo de Perdición. Tenía dos hijos a los que había llamado James Bond y Bon Jovi. Aquella información se pudo aseverar cuando Joaquín enseñó las fotocopias de los pasaportes de sus hijos. ¡Toma castaña! ¡Que sí, que sí! Tales eran sus nombres.
Miranda: ¡Hay que joderse Joaquín! ¿Cómo les cascas semejantes nombres a los pobres críos? Luego los niños tienen problemas en la vida adulta, no me extraña.
Joaquín rio sin reír y enseñó la cavidad incisiva superior. Pidieron una limonada para cada uno y tomaron asiento en la terraza.
Miranda: Esta ciudad es una ciudad normal
Casimiro: ¿Qué esperabas?
Miranda: No lo sé, la verdad. Tengo tendencia a idealizar.
Casimiro: Yo también y… a mentir y a esconder, pero no sé por qué. Es como una compulsión que me aprieta por dentro. No sé si es que mi vida es realmente aburrida y necesito inventarme cosas constantemente para creerme en mi propia mentira.
Miranda: Y ¿Cómo puedo saber que esto es verdad?
Casimiro: No puedes, solo confía.
A Miranda la atravesó un mal augurio. Empezó a sentir miedo e incredulidad.
VOZ EN OFF
«Respetarte sobre todo es evitarte el dolor, sea de la forma que sea. Cuanto más te conozco más me lo digo a mí mismo, porque me importa lo que has vivido, esa parte de tu vida en la que no existías para mí. Aunque esto se termine mañana, quiero que mi última palabra sea Sonrisas y no Adiós o algo peor. Además de la pasión existe el cariño, y ahí te veo como un bebé al que acunar y comer a besos.«
Continuará ….