Previously en El jardín de Bilbo y Bimba: Ya como un extraterrestre observando el cuadro idílico.
La penumbra en el interior del sauce se presentaba como rotunda y las dimensiones interiores, mucho más holgadas de lo que cabía esperar, permitían el movimiento y una cierta deambulación. Aguardé a que cesara la lluvia no sin preguntarme de dónde habían salido todos los enanos. Di un par de vueltas sobre mi propio eje y terminé recostándome en el suelo para proceder a escribir los retales de las observaciones presenciadas algunos minutos antes.
Sexto día:
Paseo por un bosque. Olor a tierra mojada, petricor, que dirían los griegos. Ces petits coeurs enveloppés d’amour. Agradable sensación de calma y serenidad. Dieses kleine Herz in Liebe gehüllt. The tranquility. Vi a dos inocencias estar y ser al mismo tiempo. Creí percibirlas, pero ahora que el cielo ha roto en sollozos, me pregunto si lo soñé. Estoy en el tronco cóncavo de un árbol vacío que se mantiene en vida. Hace un momento salieron de él unos enanos. No queda rastro alguno de nada a la excepción del pequeño refugio de los dos críos. No hace frío, tampoco calor, tengo necesidad de comer y de vomitar, será el cansancio del viaje. El jet lag interestelar puede llegar a ser cruel.
Cerré el cuaderno de bitácoras, inhalé de nuevo el aroma a tierra mojada respirando profundamente para que el olor se impregnara en mis pulmones y pasara a formar parte de mí. Sin saber cómo, el suelo debió de ceder y me sentí caer por un agujero. La vertiginosa sensación de tener el estómago pegado a la espalda me era bien conocida desde una perspectiva diferente. La indefensión que sentí entonces por el repentino acaecimiento me dejó sin soplo. Las sorpresas no siempre eran positivas y, en aquel momento sentí desubicación y mucha incertidumbre. Por supuesto, mientras caía no tuve tiempo para analizar mis emociones, sencillamente sentí miedo.
NOTA MENTAL CUADERNO DE BITÁCORAS:
En el momento de la experiencia, sencillamente estamos inmersos en la experiencia, eso es estar en el momento presente. Cuando ya a salvo, la interpretamos, la estamos leyendo desde la mente. Interesante.
Aterricé bruscamente en una superficie dura, húmeda y fría. La ausencia total de luz me mantenía en la incertidumbre. ¿Dónde estaba? Olía a musgo, a champiñones y mis aspavientos con los brazos me hicieron toparme con una pared cuyo relieve parecía hecho de piedra. El suelo era de adoquines desnivelados. Pegué mi cuerpo al muro y decidí transitar hacia mi izquierda, no sé por qué, ante la duda nunca elegí a la más tetuda, sino a la de la izquierda. El silencio estaba vacío y podía oír los latidos de mi corazón. Cada diez pálpitaciones arremetía una serie de cinco que me hacían vibrar el pecho y esparcían una desagradable sensación por el cuerpo. Un frenesí llegaba al cuello, las arterias se hinchaban y sentía el corazón pulsar fuertemente en la yugular. La carótida se encargaba de subir la adrenalina, la yugular se ocupada del retorno venoso que arremetía con vigor.
Aquella era la huella del miedo aunque se sentía en calma a pesar de la ansiedad.
Seguí avanzando por lo que parecía un pasadizo subterráneo, como si fueran las mazmorras de un castillo o eso quise creer. El fuerte olor a humedad me atizaba en todo el morro y ningún otro ruido que el de mi respiración y el titubeo de mis pasos me acompañaban.
Finalmente, atisbé un lánguido punto de luz al final del pasadizo por lo que incrementé la cadencia de mis pasos. Llegué a una recámara donde pude observar lo que en efecto había adivinado con el tacto. Allí, me esperaba una puerta de madera vieja, más que vieja, podrida por el paso del tiempo. De la oscuridad apareció un guardián colosal, su armadura oxidada no permitía verle el rostro, pero reconocí aquellas facciones cuadradas y la mandíbula prominente. Dos luces verdes iluminaban la penumbra a nivel de sus ojos y unas greñas pajizas asomaban por debajo de su casco. Eran las de Sir Kay un despótico personaje de «Merlín el encantador». Por alguna extraña razón, aquel estúpido que impedía que el pequeño Arturo brillara, ahora me impedía el acceso a lo que fuera que estaba custodiando.
Le pedí permiso para entrar y me sorprendió apartándose sin oponer resistencia. Pan comido. Las tripas protestaron. «¡Callad bellacas, ahora estamos a las puertas de algo importante!»
Sir Kay me dejó vía libre y entonces vi la ominosa cerradura esbozar una sonrisa herrumbrosa y petulante. «¿Cómo voy a abrir esta puerta?» pensé. Le pregunté a Sir Kay.
-Sir Kay, ¿Sabéis cómo podría traspasar el umbral de esta puerta?
De repente del otro lado de la madera un reloj cantaba las doce con intensidad.
Sir Kay no se inmutó. Aquel custodio era inexistente, un espejismo de mi mente, una imposibilidad creada por mí para detener la oportunidad de entrar. ¿Sería la llave algo semejante? Me acerqué más a la madera y empujé con fuerza. Para mi sorpresa, el tablón cedió sin oponer resistencia. Las bisagras graznaron horriblemente y el eco se escapó por el pasadizo que me escupió.
Entré temerosamente en la habitación que de golpe se iluminó. A mi izquierda, dos grandes ventanales dejaban pasar la radiante luz del sol a través de un cristal biselado. En aquella pared se erigía la biblioteca más grande jamás vista. «Wow» exclamé y no era para menos. Estanterías hasta el techo repletas de libros parecían haberme esperado desde hacía siglos. A mi derecha en cambio, una serie de trastos se amontonaban entre los cuales se distinguía un piano de cola de color marfil, una vitrina con toda suerte de artilugios, un gramófono sobre un bloque de piedra, un sofá raído, arcones de madera, revistas, polvo, mucho polvo y demás objetos que no llamaron mi atención, pero sí ocupaban el espacio. El suelo estaba enmoquetado de rosa y las paredes lucían unos estores verdes cubriendo la piedra mojada de la fortificación.
Me acerqué a la biblioteca para ojear y hojear los ejemplares en cuyo lomo brillaban los nombres de sus creadores: Nietzsche, Schopenhauer, Kant, Hume, Locke, Apolonio de Rodas, Beaudelaire, Voltaire,… No seguí mirando. Tomé un tomo y lo abrí. Sus páginas estaban en blanco así que hice lo mismo con el siguiente. Resultado en blanco. Seguí con las estanterías superiores, inferiores, y más y todas. Nada. En aquellos libros sólo había vacío. Las letras se habían fundido, confundido, esfumado quizás. Dejé los libros y al separarme de ellos, al comprender que toda aquella palabrería estaba vacía, desapareció la biblioteca y con ella desapareció mi nudo en el estómago. De alguna manera se deslió, de desleír y no de desliar, la Historia.
Aparecieron pequeños tomos en la estantería superior izquierda. Subí a la escalera que allí apareció de la nada. «Anael el guerrero aquejado de Henko», «El Maktub», «Hacia rutas de Albacete», «Desbandada en Albacete», «Julieta, de ti me quedarán solo bonitas pesadillas», «El jardín de Bilbo y Bimba, cuaderno de bitácoras», los autores eran desconocidos. Nadie hacía la historia, la historia se hacía sola. Tomé, por curiosidad el último de los ejemplares y no estaba vacío. Fui directamente a la última página y allí, para mi sorpresa rezaba:
«NOTA MENTAL CUADERNO DE BITÁCORAS:
En el momento de la experiencia, sencillamente estamos inmersos en la experiencia, eso es estar en el momento presente. Cuando, ya a salvo, la interpretamos, la estamos leyendo desde la mente. Interesante.»
Se me heló la sangre. Comprobé los otros títulos, eran míos, tuyos, nuestros y sólo eran partes activas de mi propia historia, la que sí había escrito yo en la mía y en la de otros. El corazón me dio un vuelco y desde lo alto de la escalera miré en derredor.
«¿Qué es este lugar?»
Oí a lo lejos la voz de una niña que decía:
-Volveré
Le respondió la de un niño:
-Lo sé, te estaré esperando. Te doy una parte de mi corazón, es Ä, llévala contigo siempre, te protegerá y podrás encontrar el camino de vuelta siempre que lo necesites.
CONTINUARÁ… o no