Previously en El jardín secreto de Bilbo y Bimba: Entretejiendo la tierra de nadie, la tierra de ellos.
Solía ser un ente presente de costumbres arraigadas. Había citas a las que no se podía faltar, ni siquiera por causas de fuerza mayor y por ello eran las doce en punto del mediodía cuando llegué a una puerta desvencijada a través de un túnel subterráneo en el que aparecí colándome por el hueco de un tronco viejo en el jardín secreto de dos críos. Una experiencia inenarrable cuyo relato pretendo plasmar en los jirones de este diario de a bordo. Mi cometido como el de Gurb: observar y experimentar las costumbres de las diferentes galaxias.
Andaba paseando el sexto día en la mañana por los bosques de la región en la cual había aterrizado algunos amaneceres antes. Todavía olía a rocío y los árboles apenas sí dejaban penetrar la pusilanimidad de algún rayo de sol soñoliento. La tímida iluminación obligaba a las pupilas a dilatarse en este juego de preocupantes claroscuros. Primero oí unas voces a lo lejos y el aborozo atrajo mi atención. Tenía gazuza de alegría y allí el jolgorio parecía no tener fin. Me acerqué sigilosamente hasta que los vi jugando en compañía de dos perritos negros. Me aseguré de que no advirtieran mi presencia y, durante un largo rato, los contemplé haciendo el indio, el payaso y el Amor.
A aquella edad, fuera la que fuese, todo estaba permitido. Se me antojaron como la personificación de la inocencia, la despreocupación y la belleza en su estado más puro. Una pureza que se tenía o no se tenía y de ninguna manera se podía cultivar o comprar aunque sí mancillar. ¿Acaso recuperar? No lo sabía todavía, me quedaban muchos años de viajes interestelares explorando galaxias para tener la certeza de saberlo. Aquel paraje conformaba un cuadro de lo más hermoso del que me quise adueñar y pasar a formar parte. Elegí ese momento como mi lugar preferido en el universo, ese lugar al que volver como refugio a pesar de ser irreal. Me reencontré con mi propio reflejo tantos años después de perderlo y recordé que yo había preferido amar por encima de todas pasiones que me atravesaran el corazón.
Se respiraba tranquilidad, y me senté a observarlos en las sombras sin importunar la delicadeza encerrada en aquel momento. Un instante que ellos llevarían en sus recuerdos por el resto de su existencia. ¿Quién era yo para alterar y manchar con mi presencia semejante hermosura? Yo los tendría a ellos como representación de la felicidad sin ser consciente de las bambalinas de tan exquisito espectáculo. Solo los vería entonces, ya no después y colgaría de la memoria aquel momento sin evolución, inmóvil y muerto rebosante de vida.
Una gota de agua perturbó mi anonadación sacándome de mis ensoñaciones. Se empezaba a deshilachar el manto grisáceo que engalanaba la bóveda de aquel mundo. ¡Qué primor! Todo era regocijo.
De repente y para mi desconcierto, de la cavidad de un tronco cercano apareció una horda de enanos en silencio. La tierra tembló a su paso, pero sus voces estaban extrañamente envueltas en un ahogo. Estos despertaron a las hadas dormidas entre la hierba asiéndolas por las alas doradas y, de sacudida en sacudida, esparcieron un polvo mágico que de la nada dibujó una cabaña. Ante mis ojos crecientemente asombrados, los dos perritos se convirtieron en dos llaves complementarias que abrieron la puerta de la caseta del bosque recién construida. Los niños corrieron a resguardarse cuando las gotas de lluvia se transformaron en cortinas y luego en cascadas.
Todo el mundo desapareció y yo hice lo propio precipitándome en la oquedad del tronco para refugiarme del agua, esperando encontrar algo más que la nada, la oscuridad y el reverbero de los chuzos de punta clavándose en la vulnerabilidad de la desnudez.
No hacían ya el Amor, sino que violaban la corteza hecha añicos de aquel Sauce que lloraba por el dolor de unos latigazos que a cuentagotas castigaban la madera ajándola sin saber el porqué. La inclemencia parecía estar disfrutando de la destrucción desalmada.
Continuará…